jueves, 9 de agosto de 2012

Carcajadas con nombre propio



En los últimos tiempos han proliferado los estudios científicos sobre los efectos beneficiosos de reírse, en el plano fisiológico y anímico. Dicen los expertos que cada vez reímos menos, y, sin embargo, este Occidente presuroso está empapado de entretenimiento, de estímulos hedonistas, de excusas para sonreír. Pero las dificultades de la vida a menudo adormecen ese gesto que ya se asoma en los lactantes y genera hasta la invención de humor terapéutico, como la llamada «risoterapia».

Paul Johnson aborda el hecho de hacer reír apuntando anécdotas de personalidades relevantes y de textos sagrados, en una concentrada introducción, para explicar cómo ese gesto tan humano a veces fue tabú para muchos, o un ademán vulgar para ciertos filósofos. El historiador vincula el humor con la creación del caos, porque «ahí radica el arte»: William Hogarth, Thomas Rowlandson, W. C. Fields, Laurel y Hardy, Groucho Marx, Evelyn Waugh y James Thurber serían los exponentes de semejante relación. «Por otro lado, están aquellos que buscan, y encuentran, y analizan, la preocupante exuberancia y pura egregia rareza del individuo, y las presentan con viveza y precisión para nuestro gozo»: Toulouse-Lautrec, G. B. Shaw, Damon Runyon, Dickens y Chesterton. Asimismo, habla de «la categorización, que es la interacción entre distintas clases, razas, nacionalidades y edades»: Noël Coward, Charlie Chaplin, P. G. Wodehouse y Nancy Mitford. Y concluye: «La galería que he reunido en este libro es una extraña colección de genios, fracasados, borrachos, inadaptados sociales, tullidos e idiotas con un don».

El volumen tiene el aliciente de estar muy bien ilustrado, por ejemplo con obras de Hogarth y Toulouse-Lautrec, este «la quintaesencia del cómico galo» (lo demuestra al definir su físico y carácter, pero no en su obra, que es de lo que se trataría). Johnson es valiente en intentar explicar que estos pintores intentaron hacer reír, pero tal cosa queda un poco forzada por las ganas de escribir de ellos, pues el costumbrismo, una «comedia humana salvaje» en el caso del inglés, no es suficiente. Más humorísticas son las obras de Rowlandson que, para despertar sonrisas pícaras, directamente dibuja a un montón de personajes que por un efecto dominó han caído escaleras abajo y enseñado sus partes bajas. 

El ensayista, así, pretende etiquetar de forma explícita sus objetos de estudio. Probablemente, el lector español desconozca al cuentista Damon Runyon (1880-1946), para Johnson «la quintaesencia del escritor cómico estadounidense», pero tal vez recuerde al actor y guionista W. C. Fields, que queda definido como el «cómico estadounidense por excelencia». Más familiarizados estamos con Thurber (1894-1961), al que el autor conoció –de hecho, presume varias veces de haber conversado con varios de estos artistas– y leyó en «The New Yorker», que es donde se hizo popular con «obras maestras del humor».

Así, la mirada se limita a Inglaterra y Estados Unidos, más la inevitable incorporación de alguna personalidad francesa. Y pese a ese localismo anglosajón, hay ausencias de bulto en un libro como este: Oscar Wilde y Mark Twain, por ejemplo. Además, Johnson no parece reparar en que algunos de los mejores escritores de la historia, en primera instancia y por encima de todo, lo que desearon fue hacer reír: Cervantes, Kafka, Joyce, que escribieron con la seriedad con la que juegan los niños, por decirlo con una frase memorable sobre la escritura de R. L. Stevenson. 

Publicado en LaRazón, 9-VIII-2012