Hoy hace tres años moría Budd
Schulberg, sobre el que pude hablar en La Razón para revisar su obra y vida al
día siguiente, el 6 de agosto del 2009, y al que, en la primavera del 2004, tuve
la ocasión de entrevistar. Como recuerdo de ese grandioso escritor, un gentleman de los de antes, elegante y vital, reproduzco aquella conversación.
Resulta imposible encontrarle en
las historias de la literatura americana, y tampoco es fácil relacionarlo con
el guión cinematográfico por el olvido que sufren este tipo de escritores. Pero
el estadounidense Budd Schulberg (Nueva York, 1914), Oscar al mejor guión por «La ley del silencio», basado
en su propia obra y protagonizado por Marlon Brando, es un maestro en ambas
técnicas, la narrativa y la de los diálogos que toman vida a través del
celuloide. Hace poco ha llegado a las librerías españolas una de sus viejas
novelas, «El desencantado», la historia medio ficticia medio real que da cuenta
de su colaboración con Scott Fitzgerald cuando un joven Schulberg fue
contratado para escribir una película junto al autor de «El gran Gatsby».
A sus noventa años, Budd Schulberg encarna la historia viva de Hollywood, del tiempo dorado de las grandes estrellas, pero también de la etapa en que algunos escritores se «vendían» para hacer guiones. Eso le ocurre a Manley Halliday en «El desencantado» (Acantilado), un nombre que esconde a Scott Fitzgerald y nos expone su decadencia y derrumbe final junto a un privilegiado testigo, llamado Shep, con el que intenta escribir el guión de una comedia universitaria. De Schulberg conocíamos lo que editó Alba, «Más dura será la caída» (llevada al cine con el rostro de Humphrey Bogart), y ahora aparece esta maravilla publicada en 1950 que Anthony Burgess, en el prólogo, reconoce haber leído más de quince veces. Suena exagerado y, sin embargo, tras disfrutar de ella, se ha de estar de acuerdo y reclamar un espacio para la novela entre las mejores y más amenas del siglo XX, toda una recreación fabulosa del alcoholismo y de las interioridades de la fábrica de sueños que, a veces, produce pesadillas.
Su
relación con el cine viene de niño, ¿verdad?
Sí, mi primer contacto con Hollywood tuvo lugar cuando mi
padre se responsabilizó de los estudios Paramount, por lo que la indutria
cinematográfica fue obviamente de gran interés para mí, aunque desde 1941
optara por vivir casi todo el tiempo alejado de ella.
¿Su
primer guión fue junto a Fitzgerald?
No, cuando acabé
la facultad en 1936, mi primer trabajo fue junto al productor de «Lo que el
viento se llevó», David Selznick. Conocí y trabajé con Scott para «Winter
Carnival» en 1939. Aproximadamente diez años más tarde comencé a trabajar en
«El desencantado» y, por supuesto, mi experiencia junto a Fitzgerald me
permitió conocerle muy bien, hasta su muerte en diciembre. En mi opinión, Scott
era tremendamente atrayente. Pese a ser muy descuidado, advertí lo gran
escritor que era y, al mismo tiempo, compadecerle por su dura lucha para
mantener a su esposa en el sanatorio y a su hija en Vassar. Igualmente, le
consideraba realmente encantador y sorprendentemente simpático con los jóvenes
escritores como Nathaniel West y yo mismo.
En «El
desencantado», se mezcla la corrupción y vulgaridad con el glamour y el lujo.
¿Es algo inherente a Hollywood, ayer y hoy?
Por supuesto, mis novelas sobre Hollywood describen la vulgaridad y la
corrupción que caracteriza este lugar para mí junto a sus estallidos de
creatividad y arte. Aunque actualmente la estructura económica de Hollywood ha
cambiado de forma radical, sigo creyendo que la avaricia y la manipulación del
poder no sólo se mantienen vigentes, sino con mayor fuerza que nunca.
La «Generación perdida», ¿fue un
buen o mal ejemplo para usted?
Naturalmente, me sentía impresionado por la alta calidad del trabajo de la
llamada «Generación perdida» de los años veinte. Había estudiado sobre ellos en
mi curso de sociología en la facultad pero, al mismo tiempo, creo que nuestros
escritores de la década de los treinta, como Steinbeck y Farrell, comprendían
mejor lo que iba mal en nuestra sociedad.
Sería un momento duro cuando le llamaron a testificar desde la
Comisión de Actividades Norteamericanas. ¿Cómo influyó eso en su trabajo?
Obviamente, no fue fácil enfrentarse a la Comisión aunque, de forma
simultánea, me convertí en una víctima de ello y sentí el esfuerzo comunista
por dominar mi escritura. De modo que comencé a relatar mi experiencia con las
víctimas de la Unión Soviética, como Babel y Myerhold y otros grandes artistas,
que habían sido liquidados durante las purgas de Stalin. No creo que mi
testimonio afectara a mi reputación en Hollywood, ya que de un modo u otro
había sido condenado al ostracismo desde que publiqué «What makes Sammy run?»
en 1941 (Dreamworks
se plantea su adaptación con Ben Stiller).
¿Acude al cine o prefiere las
películas que conoció personalmente?
Creo que las películas estaban mejor escritas y tenían un mayor valor
literario en los treinta, cuarenta y cincuenta, pero cada año encuentro algunos
títulos interesantes, especialmente dentro del cine independiente. No obstante,
la media de calidad es mucho más baja que antaño. Los intentos por satisfacer
al mercado adolescente han dado paso a una ola de filmes basura sedientos de
sangre que parecen ser los favoritos de los jóvenes. Esto conduce a que los
pocos filmes serios aparezcan casi como un tesoro. Como miembro de la Academia
voto en los Oscar cada año, y cada año lamento el hecho de que el público
parezca conocer los nombres de todos aquellos que participan en el filme
ganador, pero no el del escritor que lo ha creado.