Hace cincuenta años moría una escritora cuya
leyenda se asentó ya en vida y que, en 1985, se hizo universal y eterna gracias
al cine. La danesa Karen Christenze Dinesen, que se haría célebre como
escritora bajo el seudónimo de Isak Dinesen, sobre todo gracias al espaldarazo
que supuso la gran acogida de los lectores estadounidenses, conquistó a los
espectadores de medio mundo cuando Meryl Streep se encargó de interpretar su
vida en la famosa «Memorias de África». Hoy, tanto su granja, en las colinas de
Ngong, cercana a Nairobi –abierta para los turistas en 1986, aprovechando el
impacto del filme de Sidney Pollack– como la finca familiar, Rungstedlund, a 25
kilómetros al norte de Copenhague, son museos que recuerdan su obra literaria y
conservan los recuerdos –escudos de las tribus masái y kikuyu, por ejemplo– de
esta mujer excéntrica, aventurera y distinguida.
La gran pantalla captó a las mil maravillas la
belleza de Kenia y las costumbres de los nativos que trabajaron en la granja, y
adaptó muy hábilmente lo que Dinesen escribiera en sus dos libros dedicados al
continente negro: «Lejos de África», y el breve «Sombras en la hierba». Dos
textos, separados por un cuarto de siglo, donde describía su visión de una
tierra que la fascinó durante diecisiete años, el tiempo que pasó entre que
acompañó a su marido, su primo y barón Bror Blixen (en realidad, había estado enamorada
de su hermano gemelo de joven) en 1913, para regentar una plantación de café,
contrajo la sífilis, se divorció y pasó a encargarse ella sola de la granja.
Así hasta que las plantaciones fracasaron y tuvo que abandonar el proyecto, y
con ello todo un mundo que había forjado a su alrededor: a Farah Aden, su fiel
criado somalí, al niño Kamante, al que salvó de una grave enfermedad y
convirtió en su cocinero, a los lugareños a los que servía de doctora,
consejera o cazadora.
Pero si algo destacó en aquella adaptación al cine y elevó la figura de Isak Dinesen a las cimas de la popularidad, aparte del exotismo del África del primer tercio del siglo XX, fue su relación con Denys Finch Hatton, Robert Redford en el filme, que murió trágicamente al estrellarse su avioneta en un trayecto en el que también quería participar la futura escritora. Él se negó a que lo acompañara por la dureza del viaje, ya que era obligado hacer noche entre la maleza, y murió junto a su criado (en la película, se tergiversa tal cosa, como algunas otras, para dar un mayor relieve dramático entre los personajes, lo cual sin embargo no traiciona la esencia del paso de la baronesa por Kenia y su autobiografía literaria).
Fue el comienzo del fin, pues a partir de ese momento nada en la granja funcionó, y un halo de fatalidad y tristeza lo inundó todo. Su «amigo», como así lo llama, constituyó para ella un modelo de honor y hombría; habla de él como de un inadaptado a su época que hubiera sobresalido en cualquier otra, dado que «era un atleta, un amante del arte y un excelente deportista». Y un hombre estimado en grado sumo, como lo demuestra un homenaje en su recuerdo que le harían sus compañeros del colegio de Eton. De hecho, a su muerte Dinesen entendió lo que esa pérdida significó entre los kenianos: «Por lo que ellos le recordaban era por una absoluta carencia de vanidad, o de egoísmo, una sinceridad incondicional que aparte de él sólo he encontrado en los tontos».
Finch Hatton, y antes los nativos y otros muchos amigos, escuchaba los cuentos improvisados de ella hasta la madrugada, lo que sería el caldo de cultivo para su posterior vocación literaria, que inició casi con cincuenta años; él mismo le dio «el mayor delicioso placer de mi vida en la granja: volar con él sobre África». En «Lejos de África» cuenta esa increíble experiencia, y recrea otras que apuntaría Truman Capote en una semblanza que hizo de «la baronesa, que pesa como una pluma», ya en su vejez. «El tiempo ha refinado a esta leyenda que ha vivido las aventuras de un hombre con nervios de acero: ha matado leones que embestían y búfalos enfurecidos, ha trabajado en una granja africana, ha sobrevolado el Kilimanjaro en los primeros aviones, tan peligrosos, ha curado a los masai». En aquel tiempo, Dinesen solamente comía fresas, fumaba sin parar y sentía debilidad por el champán. Una mujer chic y libre que se lo pasó en grande en Nueva York en 1959, donde se celebró una cena memorable con la novelista Carson McCullers, que le presentaría, como era su deseo, a Marilyn Monroe, que a su vez acudió con Arthur Miller.
En ese tiempo crepuscular, hallamos a la Dinesen
más inquietante. En un artículo de su libro de semblanzas literarias «Vidas
escritas» (1992), Javier Marías contó que la escritora sometió al poeta danés
Thorkild Bjornvig, al que doblaba en edad, de forma tan desconsiderada que
rayaba en la crueldad: «A este no-amante le gustaba asustarlo con sus cambios
bruscos, con sus calculados actos sorprendentes, con sus hechizos y sus
opiniones desconcertantes pero siempre convincentes». Hasta en una ocasión, en
mitad de una velada especialmente agradable, la autora se ausentó del cuarto en
el que estaban y «regresó al poco con un revólver, lo alzó y apuntó con él al
poeta durante largo rato», pero éste no se inmutó sino que se quedó embelesado.
Isak Dinesen le dijo a Capote que empezó a escribir
cuando vio que iba a perder su granja: «Para olvidar lo insoportable. Durante
la guerra, también». De no haber sido por eso, tal vez la obra de la
«indomable leona», como se la conocía, solamente hubiera sido oral, y no habría
recibido la admiración de los mejores escritores, pues el más famoso de su
época, Ernest Hemingway, al recibir el premio Nobel, dijo que tenía que haber
recaído en Isak Dinesen.
Publicado en La Razón, 10-IX-2012