Estaremos de
acuerdo en que la música, la mitología, la magia y la religión son algunos de
los campos del saber más amplios, de mayor diversidad, complejidad e historia
que se puedan encontrar. Hay una bibliografía desmesurada acerca de cada uno de
ellos, desde luego, así que el hecho de que un solo libro se ocupe íntegramente
de ese cuarteto de materias constituye todo un desafío. Ramón Andrés ha llevado
a cabo semejante tarea con la exquisitez, sapiencia y buen gusto al que nos
tiene acostumbrados.
El autor sabe
bien que cada una de esas materias no son islas independientes, sino que entre
ellas se tienden puentes, visibles y subterráneos, por más que el horizonte de
cada uno de sus mares sea inabarcable, infinito. Separar la religión de la
música es, ciertamente, imposible para un autor que ha estudiado de manera
excelsa a Bach y Mozart; cómo podría separar la poesía de algo igualmente
etéreo, intuitivo y mágico como la mitología, que inspiró los primeros versos
conocidos, este autor de aforismos, traductor de poetas (como Dylan Thomas) y
poeta él mismo; de qué modo disociar estos asuntos si la literatura, la pintura
y la escultura los han asociado desde la antigua Grecia, durante el
Renacimiento, hasta hoy mismo. Tal integración hace que, en este, por así
decirlo, Diccionario de Todo, tan acertadamente ilustrado además, determinadas
entradas remitan a otras de forma muy dinámica y las mil ochocientas páginas
formen un conjunto homogéneo.
En su libro
«La conducta de la vida» (1860), Ralph Waldo Emerson decía: «No es un mal libro
para leer un diccionario. No contiene banalidades, ni explicaciones superfluas,
y está repleto de sugerencias, de materia prima para posibles poemas y
narraciones». El de Andrés da sentido a estas palabras –primero por la calidad
estilística del autor, cuya elegancia literaria y rigor informativo pudieron
saborearse en trabajos superlativos, caso del ya canónico «Historia del
suicidio en Occidente» (2003)– como en su momento ocurrió con el «Diccionario
de símbolos» (1969) de Juan Eduardo Cirlot, el ejemplo que más concomitancias
presenta con respecto al de Andrés, pues tiene entradas, si bien bastante
breves, sobre el simbolismo de muchos animales, objetos y asuntos místicos.
De tal modo
que podríamos hacer nuestra propia compartimentación de palabras en base a su
esencia etimológica y cultural: hay árboles como el abedul, el boj y el roble,
animales como el ciervo, el ruiseñor y la tortuga, diosas como Afrodita y
Cibeles, dioses como Dioniso, Apolo y Zeus, e instrumentos como el arpa y la flauta;
aparecerá la definición de alma, amén y amistad; nos tropezaremos con el
apocalipsis y recuperaremos la Atlántida; investigaremos sobre la cábala, la
alquimia, la astrología y el chamanismo; veremos la cruz, la cuerda y las
campanas; seguiremos a David, al diablo y al encantador de serpientes; sabremos
qué es la fama, la locura y la melancolía, cómo se entendió la ceguera, el
afecto y la curación; pisaremos el laberinto, el Olimpo y el Paraíso; se
asomarán las musas, los números, las notas musicales… Mencionamos unos pocos
elementos sencillos y conocidos por todos, pero el lector también contará con
gran cantidad de voces que remiten a la mitología hindú, céltica y escandinava.
No en balde,
en una casi enigmática nota preliminar, Andrés apunta que el libro trata de
cómo, en «distintos asentamientos indoeuropeos», desde la era de las primeras
migraciones humanas, se concibió «una forma de cantar parecida, un mismo modo
de contemplar el fuego y de olvidar». Así, todos estos símbolos y tradiciones
diseminadas por doquier tienen paralelismos que los unen y justifican de manera
común. Esos serían el propósito y la propuesta. Unido a ello, el autor postula
sutilmente el afán de discernir la verdad, siquiera de modo ilusorio, a la hora
de buscar la sabiduría, y relativiza el misterio que nos rodea y que a veces
justificamos de forma religiosa: «Somos genética y fabulación, voluntad y nudo
de historias “fingidas y verdaderas”, por decirlo con Cervantes. Lo sagrado,
las más de las veces, es el sordo deseo de explicación». Y qué si no es un
diccionario: un deseo de explicación que ha cobrado voz textual, eco de las mil
y una explicaciones que se han heredado a lo largo de los siglos.
Publicado en La Razón, 13-IX-2012