viernes, 7 de septiembre de 2012

La información es poder


Tal como había hecho con su exitoso libro “Legado de cenizas. La historia de la CIA” (2007), sobre la agencia de inteligencia creada por el presidente Harry S. Truman en 1946, el periodista Tim Weiner se adentra en la otra institución emblemática dentro de las áreas de Defensa y Justicia de los Estados Unidos; el FBI (Federal Bureau of Investigation). O quizá habría que decir que el autor analiza la historia, más que del FBI, de su director durante cinco décadas, J. Edgar Hoover –al que llevó al cine Clint Eastwood con el rostro de Leonardo DiCaprio el año pasado–, tal es la presencia, en la política y acciones policiales de su país, de ese “Maquiavelo norteamericano”, como lo llama Weiner en la nota preliminar de este gran trabajo.

El seguimiento de las tretas de Hoover acapara dos terceras partes de “Enemigos” dado que el director del FBI, desde 1924 a 1972, año de su muerte, se mantuvo en el cargo en paralelo a ocho presidentes de la nación, que no pudieron o supieron desalojarlo de un puesto que le permitió tener “más información y poder que el fiscal general”. Que la información es poder resultó algo obvio para un Hoover que, desde muy joven, recopiló datos de compañeros, funcionarios, políticos, jueces, abogados, sindicalistas, civiles, etcétera. Todo el mundo era sospechoso de algo, todos eran una amenaza. La vida íntima de los demás constituía un secreto que había que descubrir, pensaba el mismo Hoover que vivió con su madre hasta que ésta murió, que publicó libros escritos por negros y que llevó su relación homosexual, con su mano derecha en el FBI, de modo sumamente discreto pese a vivir en el lujo.

Tal cosa no le impediría crear, en 1951, el “Programa de Desviados Sexuales del FBI”, que convertía a los gays en peligrosos, equiparable a los comunistas a los que tanto detestaba y a los que persiguió obsesivamente, sobre todo en la época de Eisenhower, en el “apogeo del anticomunismo”, según indica Weiner. La paranoia de que los Estados Unidos iban a sufrir una revolución roja, una invasión de espías y terroristas se instaló en la mente de Hoover desde los atentados anarquistas de 1920. Nacía lo que acabaría siendo “el Estado vigilante. Cada huella digital archivada, cada “byte” de datos biográficos y biométricos contenido en los bancos informatizados del gobierno, le deben su existencia”.

El FBI de Hoover fue implacable; sin tener que rendir cuentas a ningún estatuto legal, pudo manipular datos, encarcelar y desterrar a inocentes, y violar derechos esenciales del ciudadano con la excusa de proteger a los Estados Unidos. Weiner resume su propio libro como “un historial de detenciones y retenciones ilegales, allanamientos, robos, escuchas telefónicas e instalación de micrófonos ocultos bajo los auspicios del presidente estadounidense”. O al menos de casi todos, pues Hoover entraría en guerra con Truman y, sobre todo, con los Kennedy: contra John Fitzgerald al desaprobar por inmoral su conducta sexual, basada en aventuras con sus secretarias, y contra su hermano Robert por estar más preocupado éste por atacar a la Mafia que por indagar en el espionaje internacional. (En cuanto al famoso crimen en Dallas, Hoover creía que el FBI había sido culpable por no vigilar a Lee Harvey Oswald, al que tenían fichado.)

Dependiendo de la época, para el FBI unas veces Alemania era el principal enemigo, otras, la Unión Soviética o China, y en ocasiones el objetivo fue desmantelar los gobiernos de Cuba y la República Dominicana, pero lo que no cambiaba eran los “radicales”, aquellos que no comulgaban con los valores de la nación o “los miles de agentes extranjeros” dispuestos a destruir el país más poderoso del planeta. Un poder que Hoover quiso interiorizar en primera persona, hasta el punto de conseguir estar “por encima de los poderes presidenciales”.

Ni el activista negro por antonomasia se salvó de las acusaciones de traición: “Hoover convenció a los Kennedy de que Martin Luther King formaba parte del gran diseño de Moscú para subvertir a los Estados Unidos”. En esas manos quedó depositada la seguridad del país, en un hombre que “mandaba inspirando temor” y al que le desquiciaban los pacifistas que se manifestaron contra la guerra de Vietnam. En 1972, se prohibirían las escuchas telefónicas sin orden judicial a ciudadanos estadounidenses, al poco del caso Watergate, y al año siguiente, el FBI se vería obligado a reinventarse: un nuevo desafío, esta vez real, aparecía en el horizonte: los atentados de terroristas islámicos.

Publicado en La Razón, 6-IX-2012