El público lector tiene que saber que, por lo común, las contracubiertas de
los libros, donde se destacan sus virtudes de forma generosa y atractiva, han
sido redactadas por el propio autor. Quién mejor que él para hablar de su obra;
el editor se ahorra el hecho de romperse la cabeza pensando en adjetivos que atrapen
al posible comprador, y el autor se asegura de que se habla de su texto de la
forma deseada. Sería un caso de controlar el producto final y de adaptarse a
las necesidades editoriales y comerciales más que de pura vanidad.
Ésta se manifestaría en algo mucho más fraudulento: el
hecho de que un negro o escritor fantasma (del inglés «ghostwriter») escriba el
libro que tú firmas, recurso usado no sólo por los famosillos recientes con
ínfulas literarias sino por algunos profesionales que tuvieron tanto éxito que,
como los viejos pintores, necesitaron un taller de ayudantes para dar salida a
su obra a destajo, como le ocurrió a Alejandro Dumas. Otra cosa es hablar de
uno mismo de modo encubierto para darse importancia, que hunde en un segundo la
dignidad conseguida mediante el esfuerzo de mucho tiempo.
Son infinitos los autores que han hablado de sus libros como de obras
maestras, que se han definido como genios excepcionales, que han cometido el
pecado de la vanidad. Pero lo han hecho de cara, con una opinión válida como
cualquier otra, aunque provenga de la parte más interesada. El máximo dirigente
policial del siglo XX, J. Edgar Hoover, al mando casi cincuenta años del FBI,
publicó dos libros que no escribió y que le hicieron rico (blanqueó el dinero
conseguido, además), pero la mentira tiene patas cortas, y lo pillaron. Cómo
entonces engañar en la selva de Internet, plagada de investigadores anónimos.
Publicado en LaRazón, 5-IX-2012