En el año 2009, el poeta Jesús Aguado me
invitó a participar en un libro colectivo que se titularía Lo
que ha quedado del naranjo. Palestina en el corazón (Diputación Provincial de Málaga). No tengo opinión sobre ese
conflicto palestino-israelí que no entenderé jamás. Sé que todo el mundo se
decanta por unos u otros, pero yo veo tal ignominia política por ambas partes
que la repulsión hacia esos adultos que amenazan y matan me obstaculiza
cualquier pensamiento. Mi simplicidad mental y la indignación sólo me permite
fijarme en los más vulnerables. A ellos les dediqué el texto que reproduzco a
continuación en dicho libro, al final de esta semana tan convulsa en la franja
de Gaza, con nuevos muertos menores de edad.
Paseaba la vista por la sala 56 del Museo del Prado, un mediodía de sábado –“Día santo para el judaísmo y alguna otra confesión religiosa” (acepción 2 del DRAE)–, buscando pacificar los latidos del estrés frente a la exacerbación orgiástica de lo demente: El Bosco decía, en El jardín de las delicias, que de lo edénico a lo infernal sólo hay un paso –el pecado, es decir, todo lo que significa ser humano– y justo al lado contrario de la galería, cien años después en el tiempo, Pieter Brueghel hacía desfilar ejércitos de esqueletos en El triunfo de la muerte.
En otro lugar
del mundo, a esas horas de respiración artística, se celebra otra fiesta
mortuoria, y la madre y su hijo olisqueados por un perro que pintó El Viejo en
el centro inferior de su cuadro están, igual de estáticos, igual de muertos, en
algún punto de Gaza. Vuelvo a la pared de enfrente, y en la tercera parte del
tríptico delicioso, en lo alto y a lo
lejos, hay un lóbrego paisaje de destrucción, el de una ciudad en llamas. Y
nuevamente en ese instante, un pueblo está siendo bombardeado en un antiguo
territorio: el “camino que baja de Jerusalén a Gaza, que es un camino
solitario”, por decirlo con las palabras que usa un mensajero del Señor al
dirigirse a Felipe, en Los hechos de los
apóstoles (8), para decirle adónde ha de ir divulgando la palabra de Dios
por los pueblos de Samaria.
La parábola del
buen samaritano –el acto de piedad hacia el prójimo– se ha podrido en ese
pedazo del planeta en el que mueren los cuerpos palestinos y las almas
israelíes en un milenario derby cuyo origen, evolución, pretextos políticos tienen
una dimensión tan enorme como ridícula: al abrir el periódico, una borrachera
de enfrentamientos estúpidos me confunde hasta hacer más palpables dos pinturas
del siglo XV y XVI que las imágenes escalofriantes de miles de personas
sufriendo. Y un perverso deseo infantil me viene a la mente, dándole la vuelta
a la sátira en la que un Jonathan Swift harto de la pasividad de sus
conciudadanos irlandeses, ante los abusos económicos de Inglaterra, sugería que
los mayores se comieran a los niños, esa pesada carga. El deseo no es otro que
ver metidos en esas telas infernales a todos los adultos armados para que
resuelvan sus conflictos ellos solitos, para que los niños se queden fuera de
los marcos jugando y burlándose del lugar donde tenían destinado perder la existencia.
“Ahora comprendo
de verdad –dice Pedro en Hechos, 10–
que Dios no tiene ningún favoritismo con las personas, sino que tiene la misma
estimación por todos los que le veneran y actúan con rectitud, sean de la
nación que sean. Él envió un mensaje a los hijos de Israel, un anuncio de paz a
través de Jesucristo.” Desde finales del año 2008 y a lo largo de enero del
2009, ese mensaje-anuncio pacífico –como ha ocurrido antes, como ocurrirá
después– está en un idioma incomprensible para los asesinos de los más pequeños.
Incinerados, enterrados, mutilados o supervivientes, todos esos chiquillos
deben someterse a la voluntad de los humanos que resisten: doscientos mil
escolares regresaron a las aulas tras la ofensiva israelí, se leía en El País (“Vuelta a clase en Gaza entre
los escombros”, 25-1-09), aunque “buena parte de esos estudiantes no escuchará a sus profesores en las
escuelas a las que siempre acudieron. Las bombas israelíes las han aplastado.
Literalmente. Sólo retirar los cascotes y los enormes trozos de techos y
paredes llevará meses”, escribía en la noticia Juan Miguel
Muñoz, que observó las calles destruidas con gente con cabezas vendadas y
muletas, a un niño que había recibido metralla en la mandíbula y en el pecho y
al que daban de beber con una jeringuilla al no poder abrir la boca.
En qué fruslería
nauseabunda se convierte la política cuando produce cadáveres que tienen la
forma de bebés, adolescentes, jóvenes. Ese santo
sábado, en la sala 56 del Prado, imaginé la asombrosa mente de El Bosco
pintando una jirafa en el primer panel de El
jardín, en un tiempo en el que sólo era posible saber de animales africanos
mediante los bestiarios mitológicos medievales –en una época en la que un
animal era símbolo para explicar las invenciones de Dios–, o mediante los
dibujos que empezaron a salir de las imprentas y que tenían a menudo Egipto
como tema central.
Y entonces...
“Los túneles, a cielo abierto” (ABC,
27-1-09), noticia sobre la tregua en Gaza en la que Laura L. Caro explica cómo
se reconstruyen, sin disimulo alguno, los túneles de Rafah que se usaban para
la importación de productos egipcios y que fueron destruidos por las bombas.
Israel prohíbe el comercio con Egipto, así que los palestinos idearon esas
galerías ocultas, “su principal motor económico y fuente de trabajo”, por medio
de las cuales llegaban “pañales, generadores, gasolina, animales vivos, tabaco,
repuestos... explosivos y armas” en un momento, claro está, en que “Gaza está
desprovista de todo”.
Pañales.
Animales vivos. Los bebés que sigan viviendo y creciendo tal vez podrán ir un
día al zoológico. La ficticia madre con su hijo de El triunfo de la muerte y sus equivalentes reales en la actualidad,
no.
Tales “grutas de
contrabando” son una entrada a la esperanza, girando el tópico dantesco, pues
la esperanza es expectación, y ésta no se aprecia con tanta intensidad como en
la fantasía de un niño, que tiene la dicha de vivir sin temer el futuro, de
anhelarlo por las cosas buenas que traerá: “El zoo de Gaza, ahora aniquilado
por Israel, estaba a la espera de recibir a través de estas galerías una cría
de jirafa”, sigo leyendo en la
noticia. Las jaulas en ruinas, las peceras en añicos, los
fosos convertidos en cementerios: los animales estarán muertos por el terrible
safari de las tropas israelíes, y la jirafa bebé irá creciendo, levantando su
largo cuello, lejos de donde se celebró durante un mes una gran fiesta
organizada por esqueletos adultos, donde cada niño sopló día a día las velas
que, al apagarse, iban a traer desde el cielo su propia muerte.