En la localidad de Illiers-Combray, los reposteros
comercializan la magdalena de la que habla Marcel Proust en el famoso pasaje en
que su protagonista evoca el recuerdo del sabor de una “conchita” que mojaba en
el té que le ofrecía su tía Léonie. Se trata del pasaje más famoso de «Por el
camino de Swann» (1913), la primera entrega de “En busca del tiempo perdido”, a
la que le siguieron: «A la sombra de las muchachas en flor» (1919), «El mundo
de Guermantes» (1921-22), «Sodoma y Gomorra» (1922-23), «La prisionera», «La
fugitiva» y «El tiempo recobrado» (estos tomos publicados de forma póstuma, en
los años 1925-27). Hoy, cuando el turismo literario ya es universal,
incondicionales proustianos acuden al Combray narrativo pisando el Combray
real, pero ya se puede hacer tal cosa a distancia, gracias a la profesora
universitaria Mireille Naturel y a su bellísimo volumen “Marcel Proust. La
memoria recobrada” (editorial Plataforma).
«Durante mucho tiempo, me acosté temprano», se
empieza diciendo en «À la recherche du temps perdu», en el que es uno de los
más célebres inicios narrativos de la historia; unas tres mil páginas de largas
frases, llenas de subordinadas –que el asmático Proust no podría ni pronunciar sin
agotarse– y que este libro se encarga de contextualizar con todo tipo de
material: citas del autor, cartas, manuscritos corregidos, reproducciones de
cuadros, fotografías de los lugares en los que vivió y de las personas con las
que se relacionó (familiares y amigos, músicos y literatos, etc.). Un gozo para
los sentidos y un caudal de información visual y gráfica inapreciable para
adentrarse en los escenarios en los que se inspiró Proust a la hora de concebir
su escritura.
¿Cómo nació ese viaje narrativo? Al comienzo, con
ciertos titubeos, pues, hacia 1909, Proust no sabía a dónde iba a llevarle su
escritura: al ensayo, al estudio filosófico o a lo narrativo. El año anterior
había comenzado «Contra Sainte-Beuve» –publicado póstumamente–, texto
abandonado que sería la base para «En busca...»; no en vano, en la primera
página ya surge la tostada mojada en el té que le lleva al tiempo de su niñez y
que, en la novela, se convertirá en la celebérrima magdalena. Este poder
evocador, la memoria involuntaria, nacido en un escrito sobre la preponderancia
del instinto frente a la inteligencia, será el eje conductor de la serie; la
cual no deja indiferente a nadie: sus hojas que apenas reposan en puntos y
apartes pueden ser abrumadoras –y se abandona la lectura a las primeras de
cambio– o extraordinariamente embriagantes –y entonces crean adicción–.
Un ejemplo entre muchos. En el artículo «La novia
perdida», Javier Cercas, el mencionar algunos de sus libros predilectos, cuenta
cómo a los veinte años no pasó de las primeras páginas de la obra proustiana,
tal fue el aburrimiento que sintió ante «la desazón enfermiza» del protagonista;
sin embargo, pasados unos años, «se convirtió en mi obsesión y los volúmenes de
su aventura en una aventura moral que me mantuvo desvelado durante meses». Esa
sensación de enfermedad –de soledad e hipocondría– la palió el propio Proust mediante
la literatura, pero tal vez no hasta el punto de verlo arrinconado en la torre
de marfil donde lo ha colocado el tiempo; su amigo René Meter ya lo hizo –en
«Una temporada con Marcel Proust» (Bruguera, 2008)– diciendo de él que fue un
ser bueno y sarcástico, indulgente y burlón, altruista e individualista... como
«un niño, de un infantilismo delicioso pero contrarrestado por una erudición, y
sobre todo por una experiencia innata, cuyo arte y refinamiento lo rebasaba
todo».
En el citado libro de Plataforma, Naturel dice que
“la memoria constituye el núcleo de sus preocupaciones”, y en efecto, Proust
literaturizó cómo los recuerdos nos afectan y acompañan, captando lo leído o
vivido en textos donde reflexionó sobre el acto de leer, como el que ahora
publica la editorial Días Contados, “Jornadas de lectura”, una nueva
traducción, de Antonio Martínez Sarrión, del extraordinario “Sur la lecture”
(1905), que tiene otro memorable comienzo: “Acaso no haya habido días de
nuestra infancia tan plenamente vividos como los que creíamos que transcurrían
sin vivirlos, los pasados con un libro preferido”. Para Proust, lectura y
nemotecnia son una misma cosa; de hecho, cuenta Santiago R. Santerbás,
traductor de otra novedad, “Poesía completa” (Cátedra), que “sus biógrafos nos
informan de que tiene una memoria excepcional para la poesía y es capaz de
recitar de carrerilla largas tiradas de versos de sus poetas preferidos:
Racine, Hugo, Musset, Baudelaire y, sobre todo, Leconte de Lisle”.
El Proust que se presenta en esta edición bilingüe
escribió casi un centenar de poemas pero sólo publicó ocho, sobre pintores y
músicos en su primer libro, “Los placeres y los días” (1896), y otros pocos en
gacetas juveniles o revistas literarias (póstumamente). Proust se decantaría
por la prosa, pero se aprecia el intenso lirismo que transmite su narrativa, lo
que demuestra la importancia capital que la creación de versos tuvo en su
juventud. Una poesía que, como cuenta su traductor, ofrece “una serie más o
menos deshilvanada de personajes reales y experiencias y testimonios
verdaderos”. He ahí la clave: cuando tantos estudiosos han ido buscando
concomitancias entre los personajes proustianos y las personas reales de su
entorno, lo cual ya rechazó el propio autor, donde en verdad se ven quién fue
cada cuál en el universo del escritor, fue en su poesía, tan desconocida aún.
Publicado en LaRazón, 25-XII-2012