En cierto
modo, todo empezó en una fábrica de betunes. Allí se empleó el pequeño Charles
para ganar algo de dinero ante las deudas de su padre. Para el biógrafo del
futuro escritor Dickens, G. K. Chesterton, se trató de un «niño perdido»,
aunque aquel infame trabajo infantil no sería un recuerdo amargo para el «mayor
optimista del siglo XIX», ni impediría que disfrutara de la adolescencia en
Londres como escribiente en el despacho de un procurador, almacenando en su
mirada las pequeñas cosas que luego invadirán sus novelas.
Pérez Galdós,
que tradujo «Pickwick Club», también
observaría esa destreza: «Lo primero que os llama la atención cuando leéis una
novela de Dickens, es su admirable fuerza descriptiva, la facultad de imaginar,
que unida a una narración originalísima y gráfica, da a sus cuadros la mayor
exactitud y verdad que cabe en las creaciones del arte». La lista de tales
creaciones resulta imperecedera, pero más bien habría que denominar la
narrativa de Dickens al modo chestertoniano: Dickenslandia, una suerte de
mitología donde se respira el ambiente de una taberna en la que se reúne gente
para beber y charlar; un lugar que encuentra su clímax en la recreación de la
Navidad en unos cuentos que escribe en Italia, en 1844.
Allí, lejos
del «comfort», ese instinto
hogareño tan inglés, construyó su visión navideña. Tal vez exageró al integrar
demasiadas dosis de felicidad en la vida de los desgraciados, pero no seremos
nosotros quienes cuestionemos su visión de la realidad, a él, enemigo de la política
económica británica desde joven, cuando asistía a los discursos en el
Parlamento como periodista y denunciaba los abusos gubernamentales. El Dickens
artista, pues, no puede deslindarse del social: promulgó cambios necesarios
para el ciudadano desde su posición de intelectual influyente y ayudó a que se
desarrollaran reformas. Esas injusticias, a sus ojos literarios, iban a tener
una víctima, un protagonista imborrable: siempre un niño ubicado en un medio
humilde, tan valiente como digno de lástima y amor.
Publicado en La Razón, 14-XII-2012