Detrás de la majestuosidad del premio Nobel, su
astronómico montante económico para el ganador, su fama y repercusión
mundiales, se esconden cúmulos de desconfianza. La lista de galardonados
irrelevantes para la historia de las letras es abrumadora, junto al hecho de
que los mejores autores del siglo XX no lo obtuvieron, con escasas excepciones.
En este sentido, Kiell Espmark, presidente del Comité Nobel entre 1988 y 2005, explicó en
un libro el procedimiento del jurado, arrojando luz sobre el porqué de las
decisiones que llevaron, por ejemplo, a premiar a izquierdistas como Sartre, Neruda
y Camus, en contraste con Salman
Rushdie, al que se evitó por ser objeto de los fundamentalistas
religiosos.
El caso es que
las controversias dentro de tan insigne institución han sido excesivas en estos
años. El académico Knut Ahnlund la abandonó en 2005 al considerar que sus
compañeros habían premiado a una escritora mediocre, Elfriede Jelinek, sin haber leído sus
novelas. El secretario perpetuo, Horace Engdahl, menospreció la literatura
estadounidense, calificándola de «insular», al compararla con la europea. Y cuando
el premiado fue Le Clézio, se dijo
que alguno de sus dieciocho miembros había filtrado la información, lo cual se
reflejó en un cambio en las apuestas en la casa londinense Ladbrokes.
La
intención inicial de Alfred Nobel (1833-1896), autodidacta químico y escritor
que murió en Italia sintiéndose desgraciado, había sido legar su fortuna para reconocer
una obra o acción «ideal» o «idealista». Pero tal cosa se fue perdiendo a
medida que los viejos valores europeos se desmoronaban. Por un lado, el premio
se fue politizando y, por el otro, pretendió recompensar literaturas más allá
de las consabidas y abrirse al feminismo. La pregunta es si todo esto tiene que
ver con el arte literario o con repartos políticamente correctos.
Publicado
en La Razón, 5-I-2012