martes, 8 de enero de 2013

Entrevista capotiana a Fernando Sanmartín


En 1972, el escritor estadounidense Truman Capote (1924-1984) publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama 1999), y en él el autor de A sangre fría se entrevistaba a sí mismo con especial astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Fernando Sanmartín.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
Una ciudad enorme, que tuviera de todo, para viajar dentro de la ciudad, perderme en ella y reencontrarme, algo que resulta muy útil.
¿Prefiere los animales a la gente?
Jamás. Los animales, excepto en Alicia en el país de las maravillas y en las series de dibujos animados, no hablan. Y la conversación, como el sexo, aún me interesa.
¿Es usted cruel?
Conmigo mismo, a veces. Y me repugna ser así. Todo, además, parte de dar importancia a lo que no la tiene, y eso me convierte en un coleccionista de equivocaciones.
¿Tiene muchos amigos?
No. La amistad es como el juego del Scalextric: algunos coches se salen en las primeras curvas, pero los que no han perdido el control suelen terminar la carrera.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Que lo recojan a uno, de madrugada, en un lugar inhóspito del que es necesario escapar como sea.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Nunca lo han hecho hasta ahora. Es más, merecen alguna condecoración.
¿Es usted una persona sincera? 
Lo soy más cuando escribo, no entiendo por qué, y eso me llama la atención.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
De mil maneras. Apostando en un hipódromo, algo que me enloquece; descubriendo como lector libros que desatontan; subiendo a un tren o a un avión para ser otro en un lugar lejano; mirando el rostro de mi ciudad, Zaragoza, mientras camino por ella…
¿Qué le da más miedo?
El dolor y la enfermedad de quienes quiero es lo que desordena mi cabeza. Y sé lo que significa eso porque lo he vivido.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
El absurdo. Pongo ejemplos: el que ha hecho voto de celibato y no para de fornicar. El embustero que dice lo contrario de lo que piensa. El cínico redomado y nocivo. El poderoso que utiliza como sparring al débil.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Me hubiera gustado tener una plantación de azúcar en un país africano, aunque me hubiera cansado pronto, lo sé, y la hubiera malvendido para venir a Europa.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Sí. Ciclismo. Y en los puertos de montaña, como peso poco, me desenvuelvo con soltura.
¿Sabe cocinar?
Regular. Quizá porque tengo un hermano, cocinero profesional, que resulta inalcanzable cuando en casa prepara la comida.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
A algún púgil de lucha libre que vi cuando era niño, desde una silla de tijera del polideportivo Salduba, que me dejaba sin aliento. ¡Qué espectáculo, dios, qué espectáculo!
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
La esperanza está hoy fuera de las palabras.
¿Y la más peligrosa?
Por decir una que no me gusta: cacería.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Para qué. Si la muerte llega sola, sin necesidad de adelantarla.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Rechazo el capitalismo, que siempre es insaciable y más allá de cualquier límite.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Explorador antártico o cirujano cardiovascular. Ambas me atraen mucho. Pero me veo más capacitado en la primera que con la segunda.
¿Cuáles son sus vicios principales?
No expresar el afecto como debería hacerlo en ocasiones, consecuencia de una educación absurda. Y unos veinte más.
¿Y sus virtudes?
Diferenciar lo esencial de lo innecesario. Aunque en ocasiones me extravío.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Los días de felicidad. Con Yorgos, mi hijo, y con Mar. Días en Lekeitio, en el hotel Metrokúa. Una tarde lluviosa en París, hace mucho tiempo, en una terraza de la plaza de los Vosgos. Una tarde en Venecia, en otra terraza junto al mercado de Rialto, hace pocas semanas, tomando una copa de vino como si la vida estuviera dentro de la copa. Un mediodía en San Petersburgo, sin poder regresar a Helsinki por haberse cancelado el tren para el que tenía billete. Y días en mi ciudad, Zaragoza, sin la cual yo sería diferente. Apesta a literatura esta respuesta, lo sé. Pero no es mal final para un ahogado.
T. M.