En 1972, el escritor estadounidense Truman
Capote (1924-1984) publicó un original texto que venía a ser la autobiografía
que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama 1999), y en él el
autor de A sangre fría
se entrevistaba a sí mismo con especial astucia y brillantez. Aquellas
preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres,
ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana»,
con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Fernando Sanmartín.
Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
Una ciudad enorme, que tuviera de todo,
para viajar dentro de la ciudad, perderme en ella y reencontrarme, algo que
resulta muy útil.
¿Prefiere
los animales a la gente?
Jamás. Los animales, excepto en Alicia
en el país de las maravillas y en las series de dibujos animados, no hablan. Y la
conversación, como el sexo, aún me interesa.
¿Es
usted cruel?
Conmigo mismo, a veces. Y me repugna
ser así. Todo, además, parte de dar importancia a lo que no la tiene, y eso me
convierte en un coleccionista de equivocaciones.
¿Tiene
muchos amigos?
No. La amistad es como el juego del Scalextric:
algunos coches se salen en las primeras curvas, pero los que no han perdido el
control suelen terminar la carrera.
¿Qué
cualidades busca en sus amigos?
Que lo recojan a uno, de madrugada, en un lugar inhóspito
del que es necesario escapar como sea.
¿Suelen
decepcionarle sus amigos?
Nunca lo han hecho hasta ahora. Es más,
merecen alguna condecoración.
¿Es
usted una persona sincera?
Lo soy más cuando escribo, no entiendo
por qué, y eso me llama la atención.
¿Cómo
prefiere ocupar su tiempo libre?
De mil maneras. Apostando en un
hipódromo, algo que me enloquece; descubriendo como lector libros que
desatontan; subiendo a un tren o a un avión para ser otro en un lugar lejano;
mirando el rostro de mi ciudad, Zaragoza, mientras camino por ella…
¿Qué
le da más miedo?
El dolor y la enfermedad de quienes
quiero es lo que desordena mi cabeza. Y sé lo que significa eso porque lo he
vivido.
¿Qué
le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
El absurdo. Pongo ejemplos: el que ha
hecho voto de celibato y no para de fornicar. El embustero que dice lo
contrario de lo que piensa. El cínico redomado y nocivo. El poderoso que
utiliza como sparring al débil.
Si
no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Me hubiera gustado tener una plantación
de azúcar en un país africano, aunque me hubiera cansado pronto, lo sé, y la
hubiera malvendido para venir a Europa.
¿Practica
algún tipo de ejercicio físico?
Sí. Ciclismo. Y en los puertos de
montaña, como peso poco, me desenvuelvo con soltura.
¿Sabe
cocinar?
Regular. Quizá porque tengo un hermano,
cocinero profesional, que resulta inalcanzable cuando en casa prepara la
comida.
Si
el Reader’s Digest le
encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a
quién elegiría?
A algún púgil de lucha libre que vi
cuando era niño, desde una silla de tijera del polideportivo Salduba, que me
dejaba sin aliento. ¡Qué espectáculo, dios, qué espectáculo!
¿Cuál
es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
La esperanza está hoy fuera de las
palabras.
¿Y
la más peligrosa?
Por decir una que no me gusta: cacería.
¿Alguna
vez ha querido matar a alguien?
Para qué. Si la muerte llega sola, sin
necesidad de adelantarla.
¿Cuáles
son sus tendencias políticas?
Rechazo el capitalismo, que siempre es insaciable
y más allá de cualquier límite.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Explorador antártico o cirujano
cardiovascular. Ambas me atraen mucho. Pero me veo más capacitado en la primera
que con la segunda.
¿Cuáles
son sus vicios principales?
No expresar el afecto como debería
hacerlo en ocasiones, consecuencia de una educación absurda. Y unos veinte más.
¿Y
sus virtudes?
Diferenciar lo esencial de lo
innecesario. Aunque en ocasiones me extravío.
Imagine
que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían
por la cabeza?
Los días de felicidad. Con Yorgos, mi
hijo, y con Mar. Días en Lekeitio, en el hotel Metrokúa. Una tarde lluviosa en
París, hace mucho tiempo, en una terraza de la plaza de los Vosgos. Una tarde en
Venecia, en otra terraza junto al mercado de Rialto, hace pocas semanas, tomando
una copa de vino como si la vida estuviera dentro de la copa. Un mediodía en
San Petersburgo, sin poder regresar a Helsinki por haberse cancelado el tren
para el que tenía billete. Y días en mi ciudad, Zaragoza, sin la cual yo sería
diferente. Apesta a literatura esta respuesta, lo sé. Pero no es mal final para
un ahogado.
T. M.