La simple pronunciación de la palabra evoca
antigüedad y exotismo, misterio y faraones, turismo consumista y libros de
viajes: Nilo. Los autores de novelas históricas de entretenimiento, a la cabeza
la Agatha Christie de “Muerte en el Nilo” (1937), lo saben bien: “La dama del
Nilo”, “El secreto del Nilo”, “La rosa del Nilo”, “La boca del Nilo”,
“Cleopatra, reina del Nilo”... Infinito el número de obras de ficción, viajes e
historia sobre el considerado más largo río del mundo junto con el Amazonas. Y
asimismo imposible nombrar a los escritores que, atraídos por ese poderoso
imán, quisieron visitarlo tras el intento de Napoleón de conquistar sus
tierras, en 1798. Durante la primera mitad de siglo XIX hubo visitas de
pedigrí, como las de Chateaubriand en 1806 y Flaubert en 1849, y entre esos
años, la del italiano Giovanni Belzoni, que publicó su “Descripción de Egipto”
entre 1809 y 1828.
A este egiptólogo le movía el afán por encontrar
excavaciones, y llegó a alcanzar la segunda catarata del Nilo y abrir el templo
de Abu Simbel, como se lee en “Primer viaje e Egipto y Nubia”, publicado hace
unos meses por la editorial Confluencias. Buscar antigüedades en aquel lugar
ignoto para nutrir el Museo Británico ya suponía toda una aventura, pero ir más
allá, hacia el sur, en busca de las fuentes del Nilo, es algo que hoy deja a
uno perplejo cuando se conocen peripecias como las estudiadas por Tim Jeal.
Este ofrece una minuciosa crónica de diversos viajeros que se vieron desafiados
desde la Antigüedad, pues no en vano el padre de la historiografía, Heródoto
(siglo V. a.C.), ya habló de la importancia del río para la población
circundante y de la posible ubicación de su nacimiento, a lo que se añadirían
más tarde Diodoro de Sicilia y, ya en nuestra era, Tolomeo.
Pues bien, hombres
como Richard Burton, Jack Speke, James Grant, Samuel
Baker, David Livingstone y Henry Stanley (no hay que olvidar a una mujer, entre
ellos, Florence von Sass), entre 1856 y 1876 se propusieron desentrañar el
enigma: ¿dónde demonios estaba la fuente del Nilo?, aun a riesgo de perder la
vida de las más variadas, espeluznantes e imprevisibles formas que imaginar se
puedan. “La determinación casi sobrehumana de no rendirse jamás que caracteriza
a los grandes exploradores, incluso cuando están a punto de morir ahogados, de
malaria o de fiebres causadas por las garrapatas” (pág. 308) es el nexo común
de estos seres adictos a África que buscan gloria y honores, que son capaces de
lo mejor y lo peor para lograr su propósito.
Pero concretemos la cuestión misteriosa: “Durante
milenios el misterio del Nilo siguió sin resolverse. ¿Cómo es posible que el
río fluya indefectiblemente todos los días del año a lo largo de casi dos mil
kilómetros a través del desierto más grande y más seco del mundo conocido sin
recibir ni un solo afluente que incremente su caudal?”, expone Jeal. La
respuesta implicaba enfrentarse a asuntos como los siguientes: paludismo y
malaria, crímenes por parte de traficantes de esclavos o de marfil, úlceras
incurables, ataques de caníbales y de moscas tsé-tsé, sanguijuelas en
lodazales, decapitaciones públicas, muerte por flechas o jabalina,
arrancamiento del escroto (los somalíes se lo colgaban como adorno en el brazo)
y demás monstruosidades. Sea como fuere, aquellos exploradores siguieron
adelante pese a que sus acompañantes morían como moscas: la propia esposa de
Livingstone, las esposas e hijos de varios misioneros que le acompañaban, más
los guías y animales que llevaban consigo.
El teniente Burton, políglota (sabía indostánico, maratí
y gujarati, árabe, persa y sánscrito) y aficionado a disfrazarse, merece un
aparte: tas su paso por la India, había peregrinado a La Meca vestido de
buhonero musulmán, tras circuncidarse. El caso es que, junto con Speke, sería
víctima de un lancero somalí; “la lanza le penetró por una mejilla y salió por
la otra”, pero se salvó, igual que su colega, que pese a estar amarrado y
recibir pinchazos que le alcanzan el hueso y casi le atraviesan la yugular,
logró zafarse de sus captores. Así era el día a día de esos imperialistas
megalómanos: ulceración de la lengua de Burton que le impedía hablar y
dolencias que le imposibilitaron moverse durante meses; Baker y su mujer
perdiendo el sentido; y al fin Stanley con aquella frase que ¡es falsa! Según
Jeal, algo que el aventurero añadió después en su crónica: el famoso “¿El Dr.
Livingstone, supongo?”.
Publicado en LaRazón, 17-I-2013