lunes, 4 de febrero de 2013

Esbozos de una tarde en el béisbol


En el campo de los Red Sox, una tarde bostoniana de verano.
El estadio, abarrotado. La mitad de la gente lleva gorra o alguna camiseta del equipo local. Hoy toca jugar contra los Cleveland Indians.
El público, hiperactivo; se mueve ajetreado, deja imperioso su localidad y regresa con cervezas (veo luego que son carísimas) o con perritos calientes que parecen de plástico. Comen, beben y charlan, y de tan entretenidos que están en las gradas con sus propias cosas, apenas reparan en el juego.
Sin embargo, hay un runrún general de repente: en el campo ha ocurrido algo de una importancia que para mí siempre será un misterio, porque no entiendo nada. Pero no hay tiempo para explicaciones. Uno tiene que levantarse de su asiento porque alguien necesita pasar para ir a comprar algo. Así una y otra vez.
Diseminados a lo largo y ancho del estadio, una serie de personajes vestidos de amarillo, con una bolsa grandiosa sobre sus cabezas y sonrisas de estudiado marketing, anuncian a gritos su mercancía. A lo lejos, se ven deslizarse, no sin cierta aprensión, esas manchas amarillas hormigueantes.
Y de súbito, un jolgorio estruendoso: todo el público se pone de pie para aplaudir. La pantalla gigante repite la jugada: ha habido un home run.
No transcurre demasiado tiempo hasta que la muchedumbre vuelve a romper en aplausos: las cámaras enfocan a un comandante, vestido para la ocasión con sus condecoraciones. No capto los méritos del satisfecho militar, pero la gente le vitorea. Aquí, en los Estados Unidos, agasajar al soldado es una obligación moral.
Apenas ocurre nada en el terreno de juego, y tal vez por eso el speaker pone música para dar ambiente, para que la sensación de entretenimiento no se tome una pausa.
De continuo, en la pantalla aparecen los beisbolistas, muchos de ellos de apellido hispano o italiano. Las estadísticas son un jeroglífico para mí.
Let’s go, Red Sox, clama el público. Let’s go, Red Sox.
Ya empieza a oscurecer y se encienden las luces. Alguna vez, el bateador devuelve la bola de forma errática, y la gente alza los brazos como si se lamentara de ver caer maná del cielo.
En un momento dado, allá abajo aparecen unos muchachos para barrer la arena que rodea el campo de hierba, como los que se encargan de poner a punto la tierra batida del tenis.
Muchísimas mujeres, de todas las edades. Estadounidenses blancos, de todas las edades. No distingo nada más que a un negro en el inmediato perímetro del entorno.
Como estoy sentado al lado de las escaleras, la comida basura que las personas llevan en ristre pasa a la altura de mis ojos.
Una novedad: la gente empieza a hacer la ola, y yo me acuerdo de cuando Harry –el que encontró a Sally– le habla a su amigo de su recién matrimonio roto, en pleno partido de football, mientras participan en esa marea humana.
Antes, hemos comido un triángulo de pizza en las inmediaciones del estadio. En una mesa pegada a la nuestra, se ha ido a sentar un padre con su hijo; los dos van vestidos de los Red Sox y ni nos miran pese a la proximidad. El padre agarra la silla donde descansa mi bandolera, pero ni se molesta en pedir permiso y he de apurarme para sacarla de allí. Y entonces, tras ese gesto, me asalta una tristeza que solo quiero que dure una milésima de segundo de lo devastadora que es: el tiempo en que veo el muñón izquierdo del niño, que no pasará de diez años, y redirijo la vista a mi acompañante, sin atreverme a mirar de nuevo al chaval. No tiene mano con la que jugar a su deporte favorito. Me viene a la mente aquel texto de Paul Auster, hallado en un dominical de El País hace miles de domingos, sobre cómo un día de su infancia, frente a uno de sus ídolos de los New York Mets, se dio cuenta, para su desolación, de que no llevaba un lápiz para que le firmara un autógrafo; recuerdo al protagonista adolescente de una novela de John Fante que llamaba a su prodigioso brazo lanzador El Brazo.
Pero no puedo seguir pensando en el niño manco, en otros niños subyugados por la pasión del béisbol, de sus cromos, récords e innumerables jugadores legendarios. Estoy en Boston, estoy en el estadio de los míticos Red Sox, y lo que tengo ante mí es instantáneo, absurdo, sensacional.
En un receso del encuentro, en la pantalla y a través de la megafonía, una voz dicta las nueve reglas de conducta para portarse bien en el Fenway Park, la más antigua cancha de béisbol de las llamadas Grandes Ligas: enseguida, se proporciona un teléfono para llamar a seguridad o enviar un sms si se detecta alguna violación de tales reglas.
No gano para sorpresas. Tras el séptimo ining, absolutamente todo el mundo se levanta de sus asientos. Es la tradición. Ya llevamos dos horas de juego y hay que desperezarse.
En ese momento, en la pantalla aparece la mascota del equipo –Wally, una especie de Don Pimpón, pero verde– con niños alrededor, y el estadio entero canta la canción «Take me out to the ball game», el himno oficioso del deporte del béisbol, como averiguaré a la vuelta de mi viaje; un tema creado en 1908 e inspirador de una película musical de idéntico título, estrenada cuatro décadas más tarde y protagonizada por Frank Sinatra, Esther Williams y Gene Kelly.
Tras la hermandad cancioneril, se da por concluido el seven ining strecht y los espectadores vuelven a sus asientos cinco minutos después.
Los Red Sox van a perder por mucha diferencia en el marcador, de ahí que la gente vaya abandonando las gradas sin esperar el final del partido. Mi pareja y yo nos mezclamos con la multitud y, en medio de la calurosa noche, salgo con un fragmento de vida americana, tan atractivo como desconcertante, esbozado en las páginas de una libreta cuya portada propone, mediante tres palabras en relieve, llevar a cabo in situ justo lo que he hecho: Just write it.
Publicado en la revista Clarín 
(núm. 101, septiembre-octubre 2012)