sábado, 23 de febrero de 2013

Tarareando en islandés tras ver a Sigur Rós


Tengo el mismo nivel de islandés que el bebé que en estos momentos está naciendo en Reikiavik, pero tarareo con imaginativa literalidad esta canción de Sigur Rós, la que me ha calado más hondo, y que fue la segunda que el grupo interpretó el sábado pasado. Fue en una sala adyacente al Palau Sant Jordi; una especie de pabellón de baloncesto en el que, en el fondo, más allá de la marabunta negra de gente, apenas se divisiba a los componentes de la banda, una decena creí ver. La lejanía, más la oscuridad imperante y las imágenes que se proyectaban sobre una gran pantalla o cortina, acabaron de ambientar esa música surgida de algo más que de unos instrumentos muy particulares o de la voz del cantante, un castrati del siglo XXI, un intérprete que se balancea entre lo rockero y lo operístico, entre la balada y el metal, entre lo onírico y el ruido urbano. Inclasificable Sigur Rós, impresionante el final de la actuación, al cabo de dos horas, un cierre apoteósico con una de sus canciones más conocidas, diez, quince minutos de música atronadora, de tensión máxima, de belleza enloquecedora. Uno de los momentos auditivos más memorables que he tenido la ocasión de experimentar, tanto en vivo como en grabación. Porque escucharles es de verdad una experiencia para los sentidos: su música es paz, niñez, grito de desahogo y desesperación, cántico a la hermosura, aire y fuego.