jueves, 22 de agosto de 2013

Elmore Leonard, la tinta más negra

El Dickens de Detroit, como a veces se le denominaba, era uno de esos escritores que bien podrían haber pertenecido a aquella generación que probó fortuna en el Hollywood dorado de la primera mitad del siglo XX, como John Fante o Budd Schulberg, y que tenían una premisa fundamental a la hora de encarar su escritura: ser directos, incisivos, ir al grano sin permitir diálogos o descripciones prescindibles. Elmore Leonard siguió a rajatabla este método y hasta lo expuso en un escrito que publicó en «The New York Times» en el año 2001; en él venía a explicar sus diez reglas para escribir en las que hacía hincapié en el hecho de que la narrativa tiene que aspirar a la naturalidad de la vida, coloquial, simple, corriente, aunque en ello se indague en lo áspero, en lo duro de estar vivo. De este modo, también sugería el hecho de que el escritor tenía que dejar a un lado todo aquello que al lector pudiese aburrir, en una máxima de Pero Grullo que sólo los verdaderamente grandes saben poner en práctica.

Su fino oído para captar el pensamiento y la dicción de sus conciudadanos y enmarcarlo en tramas detectivescas no surgió de la nada. Todo suma. Seguro que su etapa como redactor publicitario ─antes de graduarse en Literatura y Filosofía en la Universidad de Detroit─, y la subsiguiente como escritor de «westerns», con esos diálogos secos y cortantes concebidos para lectores que esperan acción y heroísmo sin divagaciones léxicas ni metafóricas, unido a su trabajo como colaborador de la Enciclopedia Británica y guionista de cine, le servirían para dar el salto a la narrativa de misterio. Leonard enseguida logró ese estilo lacónico propio de la novela negra, convirtiéndose en una suerte de Raymond Carver de largo aliento, en un Hemingway con elementos humorísticos, llevando el realismo sucio a las calles de la ciudad donde vivió y que ahora sufre la mayor de sus decadencias por culpa de la crisis; la misma ciudad donde ubicó sus historias «El día de Hitler» y «Mister Paradise», entre otras (sus otros escenarios predilectos son Texas y Florida).

En una entrevista del año 2010, Leonard abogaba por lo que para él era capital en sus novelas: captar el habla de las gentes. Decía no importarle demasiado la intriga que proponía a partir de sus personajes, o incluso el desenlace de la historia. Lo fundamental era retratar a sus antihéroes de forma fidedigna mediante su modo de hablar. Esa viveza en los diálogos sostiene cada una de sus novelas desde su debut, con «The Bounty Hunters» (1953), hasta «Raylan» (2012), que inspiró una serie televisiva. Tal vez ningún otro escritor norteamericano contemporáneo haya estado tan atento al sonido de su prosa, a la busca de una gramática tan consciente de sus estructuras como de parecer auténtica, próxima. De ahí que en esas reglas de oro Leonard pusiera al autor en una posición casi secundaria frente a la presencia de sus seres de ficción.

Así, todo en Leonard debía conducir indefectiblemente al objetivo mayor: pensar en qué es lo que uno se suele saltar en una novela y no malgastar el tiempo en escribir esos trozos, ni hacérselo perder al lector, sobre todo. Y hasta se diría que tal técnica fue fortaleciéndose a medida que pasaba el tiempo y la producción literaria del octogenario Leonard se acercaba a la cincuentena de obras, alcanzando uno de sus clímax con su novela «Road Dogs»; era la ocasión para recuperar tres personajes emblemáticos, el atracador de bancos Jack Foley, Cundo Rey y Dawn Navarro, en la californiana Venice Beach, de llevar a la escritura una fórmula de entretenimiento irresistible que está concebida de modo improvisado y en la que está asegurada la presencia de un elemento siempre, como él mismo decía: una pistola, ya se dispare o no.

Y es que Leonard confesó en otra entrevista reciente que no le dedicaba mucho tiempo a los argumentos. Sin apenas esbozos, desarrollaba las tramas sin plan previo, presentando a todos los personajes en las primeras cien páginas, para elaborar una subtrama donde meterlos en las siguientes doscientas y, en las últimas cincuenta, preparar el desenlace. En definitiva, 350 páginas, y una consecuencia tras una labor que cabe afrontar con la idea de «divertirse»: los personajes devienen personas reales. ¿Qué será de ellos?, se preguntaba Leonard tras acabar cada una de sus novelas. Como si ellos tuvieran una vida más allá del papel y la lectura, y ahora, como su autor, más allá de la muerte.

Publicado en La Razón, 21-VIII-2013