miércoles, 11 de septiembre de 2013

La mejor librería, paseando por Central Park


En uno de los últimos domingos del verano, en un café, antes de que septiembre, el laboral, el escolar, se imponga con su lengua de rutinas babeando sobre la actualidad política que regenta nuestra vida, recuerdo un paseo semanas atrás, por Nueva York. No sé a qué calle desemboqué después de rondar por Central Park, pero aún en una acera salpicada por el esplendor verde de la naturaleza del parque, me topé con un fragmento de una conocida librería: un stand informal, con mesas en la calle y pequeñas casetas. La sorpresa fue ver cómo en unos pocos metros cuadrados, lo mejor de la literatura universal, antigua y moderna, se congregaba en libros nuevos y de segunda mano. 

Hoy en día, cuando entrar en una librería es una experiencia tan anodina y desesperanzada en la que destacan, en el atril que te da la bienvenida, volúmenes tan escalofriantes como la biografía de la mather del Llastin Bíber, las novelas históricas idénticas unas a otras y tomos con entrenadores de fútbol en la portada en ademán de actor rompecorazones, ver aquel rincón cool y relajado, sencillo hasta la simplicidad pero lleno de joyas que también se extendían a libros para niños o sobre cine, fue un rayo de sol en la cueva mercantil en la que hiberna el mundo literario-editorial. Los mejores escritores de la historia estaban diseminados en plena calle, a la vista de cualquier paseante, y frente a ellos me demoré más tiempo que visitando librerías de dos pisos e innumerables libros inútiles por insustanciales, tramposos por oportunistas, estúpidos por analfabetos. Pero no compré nada para mí; solamente para otras personas. Yo ya había tenido suficiente con el hallazgo, saliendo de Central Park, de los árboles convertidos, mágicamente, en los mejores libros una inolvidable mañana neoyorquina.