lunes, 14 de octubre de 2013

Apuntes de un viejo diario patético encontrado de alguien que no soy yo pero que tiene mis manos


El amor me hará fuerte, me digo en esta travesía, para que la afectación, el drama, el pálpito del miedo quede aquí, en estos mensajes, y no vaya a ningún otro sitio. Hay que «dramatizarse» por dentro, para que la acción posterior sea una destilación alegre de esa dramatización.

Afán cristiano: poner la otra mejilla, con la frente alta, mirando el sol, tomando el sol, y que el mundo gire y vuele, y los pies queden pegándose a la tierra, y uno muera de pie, y lo entierren de pie, y lo quemen de pie, tomando el sol.

Escritura: enfermedad de soledad para compartir la soledad, creativa, con la Palabra.

De la música como consuelo. Lo que no hace el disgusto, el miedo, la desesperación día y noche, semana tras semana, de repente lo produce una canción. El sonido abstracto arranca las lágrimas, qué cosa más extraña.

Al mal tiempo, el mejor cuerpo: ejercicio cada mañana, camisa limpia, sonrisa fresca. Que las mujeres y los niños me digan cosas bonitas por la calle en silencio y sin reparar que existo. El alma ha de elevarse con la propia fuerza, para que el corazón no se encharque en su sangre paralizada.

Frío por dentro, lágrimas secas, viento en los árboles, ríos y puentes sin suicidas: un poema que no puede salir y abordar el barco del ritmo. Qué mediocre uno, qué soñador maldito.

Hay que amar, por encima de que a uno le amen, decía en una entrevista Borges. Orgullo romántico, ahora puesto de manifiesto. Las piernas siguen temblando, pero siguen vivas.

Paciencia en las adversidades, decía Cervantes. Angustia compartida, angustia adormecida, me digo yo cuatrocientos años después.

Llegué a la alegría por el dolor, escribió José Hierro. Hay que sufrir para algo, por algo, pues el dolor que sólo mira su dolor mata, y hay que vivir: que el dolor sirva para que el dolor pase, y que sólo haya espacio para la calma. Futuro es el minuto siguiente, mi gesto de seducción presente ante el mundo.

Es curiosa la sensación: la de estar en una pesadilla, pero caminar con la mayor lucidez, con la luz que todo lo atraviesa. Al lado hay brasas, y viento helado, pero uno pasea, triste, ajeno a la inclemencia y a la vez afectado por ella.

La caricia, cuando no existe, existe, es decir, existe su ausencia. La ausencia es anormalidad. El animal se restriega, lame, gime en la normalidad. Lo que hace a ese animal humano inusual, imperfecto, mutilado, es la falta de contacto. Lo vuelve una planta que respira, lo vuelve un viejo lento que sólo puede amar con el corazón.

De la salvación en los niños. Ese es el máximo consuelo, la mayor plataforma: una frase ingeniosa, un pequeño descubrimiento, un juego infantil despierta la sonrisa, y la tragedia interior se disipa como si el aire difuminara la niebla. La salvación, mi salvación.

Ante la pérdida y el dolor, éxtasis vital. La muerte celebra la vida, la aguda angustia se vuelve del revés, y el deseo emprendedor, seductor, altanero se yergue, un tanto ficticiamente, es cierto. Autoanimarse es síntoma de supervivencia, y nada más, de egoísmo innato y noble.

«¿No ves que no tienes importancia, absolutamente ninguna?» (Fernando Pessoa)