En 1990, poco antes de la desmembración de la Unión
de Repúblicas Socialistas Soviéticas, se publicaba la obra inacabada
“Asistencia obligada”, ahora en español gracias la traducción de Enrique
Fernández Vernet. Éste, en el prólogo, señala cómo «tal vez nadie haya descrito
con tanta intensidad y crueldad (hacia sí mismo y hacia el sistema) la
psicología del miedo como Borís Yampolski». Y es que este es el tema del
volumen que tiene como protagonista tanto a este escritor como al amigo que le
cita de continuo y añade comentarios, Ilyá Konstantínovski: dos testimonios de
un clima de represión que vivieron multitud de colegas poetas, narradores y
dramaturgos y que era especialmente intimidante desde la Unión de Escritores
Soviéticos, en cuyo primer congreso, en 1934, se proclamó el realismo
socialista.
Como dice el traductor, el libro es «un veredicto
demoledor contra los generales literarios, sayones de la verdadera literatura».
Lo curioso es que el lector no encontrará apenas descripciones de la violencia
gubernamental hacia el escritor que no respondía a su ideología, sino más bien
la recreación de un ambiente kafkiano, de asfixia, temor, desconcierto. Sobre
todo a través de la afilada pluma de Yampolski, al que no le dio tiempo de
“concluir su última y más amarga obra literaria”, de título provisional, que
“no contenía más que fragmentos, bosquejos, retales”, relata Konstantínovski,
sobre un fenómeno del que nadie más habló y que podría corresponder al género
de “la reunión crítica”. El propio Yampolski escribe, aturdido: “Una y otra vez
sueño con reuniones en que me critican. Una y otra vez me conducen hasta ahí,
al lugar donde comienza mi angustia”, y se pregunta cómo es posible que
asistiera a esas reuniones, a esas “purgas”.
El caso es que el escritor de turno recibía una
carta en casa con la convocatoria de las reuniones, en la que ponía:
“Asistencia obligada” y en las que, a juicio de Konstantínovski, “se decidía la
vida y la muerte. Para nosotros, hacían las veces del rezo, la confesión, los
libros, el circo, la opereta… Eran más trascendentes y terribles que un consejo
médico. Eran un patíbulo”. Allí se controlaba a los escritores, se enviaban
proclamas que había que seguir al dictado, se hacían amenazas subliminales.
Yampolski, poniendo su pellejo en peligro, se propuso investigar tales
reuniones, caracterizadas por “un avasallante clima de coacción, de culto a la
intolerancia y al odio, que permitía hacer pasar lo insustancial e inane por
algo necesario y, más tarde, por algo de calidad e incluso por lo único
posible”. Los escritores progubernamentales, súbditos obedientes, todos de
mediocre altura literaria, estaban especializados en hacer la pelota a los
mandatarios que enviaban a los escritores a campos penitenciarios y les
condenaban al ostracismo después de criticarlos públicamente.
No extraña que para Konstantínovski aquello se
tratara de “largas, sombrías reuniones-matadero, reuniones-degollantes,
reuniones en las que se producía una rápida deshumanización de los hombres”. Conocemos
ahora esos encuentros, llenos de traidores e hipócritas, gracias a que
Konstantínovski conoció la existencia de la carpeta que contenía este material
el día en que acudió a casa donde Yampolski se estaba muriendo, en 1972;
inquieto, éste le había confesado que aún guardaba manuscritos, que él debía
recuperar y poner en circulación. Unos encuentros “obligados” en los se decidía
quién tenía que estar en la “lista de cosmopolitas”, tan repudiados por la
Unión de Escritores, que se esforzó en malograr la carrera literaria de autores
tan relevantes como Borís Pasternak.
«Cuando se escriba la historia de la literatura a
la que perteneció Borís Yampolski –afirma Konstantínovski– se nos revelará la
más asombrosa de sus secuelas: el aparato creado para modelar “la producción
literaria” retorció, aherrojó, derribó y estampó contra el suelo, en el fango,
a un gran número de talentos que aún nadie ha contabilizado». Como el tan admirado
por la pareja de amigos Vassili Grossman, sobre el que se incluye un emocionado
texto al final del libro que evoca tanto la última conversación de Yampolski
con el autor de la magna “Vida y destino” –cuando ya era un hombre quebrado,
vigilado, destinado al oprobio, con su novela confiscada y viviendo de forma
miserable– como su triste entierro. Pero así trataba la URSS a los escritores
que no obedecían sus dictámenes: hombres del Estado entraban en el hogar del
artista, la registraban y se hacían cargo de la “novela represaliada”, además
de adueñarse del resto de material y hasta de las cintas de las máquinas de
escribir, llevándose el trabajo de toda una vida.
Publicado en La Razón,
17-X-2013