sábado, 26 de octubre de 2013

Reinventar la primavera

París, 1952. Julio Cortázar ha acudido a un concierto-homenaje a Ígor Stravinski. Se siente emocionado por ver al admirado músico, y en el entreacto, en vez de salir a estirar las piernas como el resto del público, se mantiene en su butaca. La música del ruso aún flota en el ambiente, se puede deducir, y en esa nebulosa el argentino «ve» que hay en el aire «personajes indefinibles, una especie de globos que yo los veía de color verde, muy cómicos, muy divertidos y muy amigos que andaban por ahí circulando». Enseguida tuvo claro que tales seres se llamaban cronopios, y que tendría que dedicarles unos textos que se publicarían bajo el título de «Historias de cronopios y de famas» (1962).

La anécdota es conocida gracias a que fue difundida por el programa «A fondo» de TVE, en 1970, a partir de la entrevista que le hiciera Joaquín Soler Serrano, y tal vez pueda explicar algo del espíritu mágico de una música que había roto muchos moldes, como Cortázar hará en el plano literario. No en vano, se trata del «máximo artífice de la música contemporánea», como dijo Massilo Mila en su historia de la música ya en 1946. Así lo atestigua el ballet «Petrushka» y, sobre todo, «La consagración de la primavera», ambas estrenadas a inicios de los años 1910. El melómano sabrá de sobra que en el estreno de esta última, con coreografía de Vaslav Nijinsky y creada para los Ballets Rusos de Sergéi Diáguilev, en el Teatro de los Campos Elíseos hace exactamente cien años, los espectadores protestaron con virulencia, desacostumbrados a aquel ritmo y armonía tan distintos a lo usual.

Pero es que Stravinski tuvo siempre alma de rebelde y no le importó la reacción de una afición que, según él, siempre será minoritaria, como se ve en este volumen, traducido por Carme Font, en el que su amigo y colega Robert Craft –que vivió veintiún años con él o en un piso cercano, en Hollywood– reunió parte de los cinco libros que se publicaron con conversaciones con el maestro. Divididos en orden cronológico según los periodos de la vida de Stravinski –Rusia (1882-1913); Suiza y Francia (1910-1939); Estados Unidos (1939-1971)–, nos dan una panorámica completísima de la vida familiar y profesional del autor de «El ruiseñor»: sus consideraciones técnicas –valga el mejor ejemplo, su definición de música: “una organización de tonalidades”–, su relación con innumerables músicos, escritores y pintores de su época; su punto de vista sobre sus propias obras, sobre las que sintió una gran influencia jazzística.

Y siempre sin tapujos, sin caer en lo políticamente correcto ni en falsas modestias. Stravinski lo tuvo claro desde el comienzo: «Tenemos un deber para con la música, y es el de “inventar”», dijo en su serie de conferencias agrupadas en «Poética musical», aunque ese afán por innovar le llevara a veces al rechazo. En este sentido, Stravinski usó este tipo de entrevistas para «airear sus posturas críticas y castigar a los mandamases de la escena musical contemporánea», en palabras de Craft.

Su ambiente inicial es el de un San Petersburgo por el que caminaba Dostoievski –“Siempre fue mi héroe”, afirma–, que era amigo de su padre, con personas que habían sido íntimas de Tolstói, con el Chaikovski –“Fue el héroe de mi infancia”– al que vio en persona en un teatro –“La noche más emocionante de mi vida”– dos semanas antes de que el cólera se lo llevara, con la mujer de Chéjov, Olga Knipper, encima de los escenarios… Un entorno este, acomodado, artístico por los cuatro costados, en el que destacará pronto la presencia de Rimski-Kórsakov, “una especie de progenitor adoptivo” al que estima pero cuya música acaba por desdeñar. Stravinski siente la presión de la exigencia musical, y a los veinticinco años sólo quiere “enviarlo todo y a todos al carajo”.

Pero hará al revés: se rodeará de grandes creadores, en medio de una vida desgraciada en lo personal –su mujer e hija mueren pronto–. Stravinski tilda de ingenua y vulgar la obra de Prokófiev, habla de Diáguilev como de un ser lleno de supersticiones patológicas, califica a Ravel de “compositor bastante mediocre”, y observó en Rajmáninov al “único pianista que he conocido que no hacía muecas cuando tocaba. Eso dice mucho de él”, mientras que Nijinski era “persona mimada e impulsiva” que “no conocía el alfabeto musical”. Asimismo, para la preparación de sus obras escénicas se vincularía a muchos artistas plásticos, como Matisse, que tenía una “personalidad algo avinagrada”, y también conocerá a Giacometti, Rodin e incluso Monet –“Homero en persona”–. Con todo, los escritores parecieron ser una debilidad para un hombre que reconoció que “los problemas lingüísticos me han atormentado toda mi vida; a fin de cuentas, en una ocasión compuse una cantata titulada “Babel”» (estudió desde joven latín, griego, francés, alemán, ruso y eslavo).

A quién no trató Stravinski; sobre quién no tendría opinión… Ortega y Gasset le parecerá “encantador y muy amable”, le presentaron a Proust en la representación de «El pájaro de fuego», vio en D’Annunzio a «un conversador brillante, rápido y muy divertido, y quedó cautivado por mi “Ruiseñor”»; y frente a Thomas Mann, percibió a un hombre que «siempre estaba tieso, como un militar, con la cabeza bien alta». Pero sobre todo se sentirá como pez en el agua con narradores y poetas anglosajones por los que sentirá adoración: Aldous Huxley, “un aristócrata de la conducta”, Auden –quien reconocía que fue crucial para su formación tocar las “Ocho piezas fáciles” de Stravinski a los dieciséis años– y Dylan Thomas, cuya prematura muerte impidió que colaboraran en una ópera. Este trío será su gran compañía cuando, solo, en California, viva una vejez con discos de Beethoven de fondo y el recuerdo de las nieves de antaño, con Dostoievski y Chaikovski aún como sus dos grandes consuelos.

Publicado en La Razón, 24-X-2013