El 5 de junio de 2007, la archifamosa Oprah Winfrey
habló de «La carretera» y, evidentemente, el libro, publicado el año anterior y
que acababa de obtener el premio Pulitzer, se convirtió en un best-seller. Al
día siguiente, las secciones culturales de los periódicos de medio mundo
ofrecían la noticia: el autor que jamás daba entrevistas, no se dejaba
fotografiar y vivía recluido en Nuevo México, Cormac McCarthy (1933), hablaba de su vida
–viajes, pobreza extrema, alejamiento absoluto del ambiente artístico y
editorial– y al fin el público sabía algo más de un autor que el crítico Harold
Bloom emparentaba nada menos que con Herman Melville y William Faulkner.
“La carretera”, llevada a la gran pantalla en 2009,
con un reparto que incluía a Viggo Mortensen, Charlize Theron y Robert Duvall, describe
un mundo devastado por la guerra nuclear al que un padre y un hijo (que carecen
de nombre) buscan un sentido. Entre tanta muerte y cenizas, juntos cruzan los
Estados Unidos, sufren calamidades y ven a hombres convertidos en caníbales por
la falta de comida. El libro propone, en clave de ciencia ficción, cómo sería
el ocaso de la humanidad, al tiempo que ofrece una lectura de carácter
visionario. McCarthy coloca en el centro de la situación a un niño –un homenaje
a su propio hijo, John Francis, de ocho años entonces– como víctima singular de
ese Apocalipsis que, como todas las tragedias, tiene, en su desesperanza, la
esperanza de un mañana.
Publicado en La Razón, 31-VII-2014,
para la sección “Clásicos del
siglo XXI”