Ya lo advirtió
el francés Henry Murger, en la última edición de sus “Escenas de la vida
bohemia”, publicadas en 1859 tras aparecer en el segundo lustro de la década
anterior en forma de folletín en un periódico: hay dos clases de bohemia que no
hay que confundir. Una, la que tiene que ver “con los bohemios que los
dramaturgos del teatro de bulevar han convertido en sinónimos de pillos y de
asesinos” y con aquellos “que siempre están dispuestos a hacer lo que sea, con
la única condición de que no sea el bien”, y la otra, la verdadera y digna de
resaltar, que abordaría en su libro e inspiraría la ópera de Puccini “La
bohème” y el musical “Rent”, entre otras muchas obras.
Es esta, sin
mayores rodeos, la bohemia que “existió siempre” y de la que ya hay rastros
desde la Antigüedad y a lo largo de toda la historia, pues en todo momento se
encontrará el siguiente perfil: “Hoy como ayer, a todo hombre que entre en el
ámbito de las artes sin más medio de existencia que el arte propiamente dicho
no le quedará más remedio que transitar por los caminos de la bohemia”. Para
Burger, los artistas mayores fueron bohemios en tanto en cuanto “la bohemia es
el aprendizaje de la vida artística”, y añadía que la más auténtica no podía ser
otra que la de París; dicho de otra manera, la del poeta vagabundo y
pendenciero François Villon, la del controvertido Molière, enfrentado al
sistema social y por ello incómodo para el Gobierno, la Realeza y la Iglesia.
Incluso
Burger, amigo de Baudelaire, de Courbet, llegó a categorizar los tipos de
bohemia: los bohemios ignorados, artistas pobres para los que el arte es una fe
y no un oficio pero para los que la bohemia, más que un camino, es un callejón
sin salida; los aficionados, que encuentran un encanto en ser bohemios que
enseguida abandonan sin tener ningún interés artístico; y los bohemios
auténticos, los que permanecen en “dos abismos: la miseria y la duda” y “lo
saben todo, y van a todas partes ya calcen botas de charol o tengan agujeros en
las botas”. Por algo, Francisco Umbral tituló “Los botines blancos de piqué”
(1998) su biografía de Ramón María del Valle-Inclán, escritor ahora objeto de
estudio en torno a la bohemia española de inicios del siglo XX de la mano de
José Esteban (Guadalajara, 1936).
Aquel
Valle-Inclán, paradigma del dandi que, pese a la pobreza, pisa las sucias
calles de Madrid con sus zapatos impecablemente limpios, protagoniza este libro
ya imprescindible para los amantes del autor de “Luces de bohemia” y que
publica la editorial Renacimiento. Así, Esteban ha estructurado su
“Valle-Inclán y la bohemia” a partir de tres secciones que ahondan en el asunto
tratado desde diferentes vertientes: la primera, mediante “cinco divagaciones
sobre la bohemia de Valle-Inclán” en donde se plantea si fue o no bohemio el
escritor de Villanueva de Arosa; la segunda, mediante una antología de textos
de artistas de su tiempo que tratan el tema, como Azorín, Emilio Carrere, Rubén
Darío, Francisco Villaespesa, Ricardo Baroja o Ramón Gómez de la Serna; y la
tercera, que aglutina manifiestos firmados por los intelectuales de la época,
con la participación de Valle, en contra de asuntos tan diversos como el
dramaturgo José Echegaray, la pena de muerte o la clase política.
No en vano, el
bohemio destaca al margen de la sociedad, asombra por su fervor y talento ante
el descubrimiento de la Belleza, se vuelve hipersensible ante el dolor ajeno y
le recorre un halo de fatal romanticismo que eleva a poético y transgresor cada
acto cotidiano. De ahí que Esteban afirme que “la bohemia, en síntesis, no es
sino una manera de ser y sentirse artista, vivir para el arte y la literatura,
y enarbolar una bandera de rebeldía frente a la sociedad instituida”. ¿Pero fue
del todo bohemio Valle-Inclán? Porque hay quien lo niega, indica el estudioso,
al ver en el escritor gallego a alguien alejado del alcoholismo, la vagancia,
la práctica del “sablazo” –“Muy al contrario nunca pidió un duro y nunca
recurrió a un amigo, a pesar de las infinitas calamidades y privaciones a que
se vio obligado– y en general del mundo de la mendicidad, de “la hamponería
desvergonzada”.
La tesis de
Esteban es que Valle-Inclán sí perteneció por completo a la bohemia, a una
“auténtica bohemia heroica”, a la “santa bohemia”, como la definió el
periodista y escritor anarquista báltico-alemán Ernesto Bark en 1913, aquella
asentada en un espíritu rebelde y de la que era fiel representante el ilustre
bohemio Alejandro Sawa, muerto en 1909, a los cuarenta y siete años, después de
una existencia de miseria y de aprovecharse de la generosidad de sus amigos
escritores, aun habiéndose ganado la simpatía de muchos de sus colegas. Valle
sería el continuador de esa entrega al arte, pero sin vivir de manera andrajosa
y sin exhibir penurias, sino presentando «una condición espiritual, un
aristocratismo de la inteligencia. Se asume voluntariamente, porque el arte
lleva consigo el dolor, o el “malheur”, que dijo Baudelaire».
Esta actitud
antiburguesa, entregada a ideales literarios sin caer en degradaciones
ramplonas, la representaría hoy en día el Mauricio Wiesenthal que en diversas
ocasiones ha recordado su vida modesta en París a la busca de las huellas
artísticas de las que se había encandilado: “Me veían siempre vestido de punta en blanco, paseándome por las
orillas del Sena, aunque hubiese días en que no comía”. Son los botines
lustrados de Valle-Inclán los que están detrás de esa actitud, hoy extinguida. Un espíritu
literario-vital que Gómez de la Serna definió muy bien: “Valle sabía que hacer
bohemia es lo que arregla y supera al español, lo que le pone a punto de
enterarse de lo que está en la calle, en el mesón, en el tabernáculo de la
taberna, en el café”. Eran, ciertamente, otros tiempos, en los que la
convivencia urbana y el pasar tardes enteras en una cafetería eran hábitos
inherentes al escritor. Y continúa el autor de las “Greguerías”: “Convencido de
eso, siempre hizo lo posible para que se desmoronasen las cosas, para que
volviese el desarreglo de su vida, para estar otra vez en la miseria y en la
calle”. Bohemia elegida, por tanto. «Por eso –concluye– más tarde titulará
“Luces de bohemia”, con título deslumbrante, una de sus mejores obras, y
gracias a la bohemia encontró las luces del arte que no pasarán, que le harán
perdurar en la literatura».
Qué duda cabe.
Más allá de las “Sonatas”, aquellas “Memorias del Marqués de Bradomín” que se
definía como “feo, católico y sentimental”; más allá de la novela “Tirano
Banderas”, pionera en literaturizar al dictador hispanoamericano que tanto
proliferará a lo largo del siglo; más allá de la trilogía de “Comedias
bárbaras” en las que aparecen diferentes generaciones de la dinastía de una
familia gallega decimonónica, a Valle-Inclán se le recordará muy singularmente
por esta obra que pone el foco en la bohemia, en el esperpento que puede
conllevar, y que no se escenificaría en un teatro español –tan fuerte era su
sátira, su audacia y libertad artística– hasta 1970.
Publicado en La Razón, 18-VIII-2014