El 12 de septiembre de 2008, uno de los autores estadounidenses de mayor impacto, proyección e influencia de los últimos tiempos para varias generaciones, tanto en su país como en el resto del mundo occidental, David Foster Wallace, se ahorcaba en el patio de su casa en Claremont (California). Tenía cuarenta y seis años y estaba casado con la artista Karen Green desde hacía cuatro. Una vida sufriendo continuas depresiones tenían la culpa, presumiblemente, de ese trágico fin de un talento incuestionable, admirado por colegas y críticos de forma unánime, que había deslumbrado con su novela “La broma infinita”, en 1996: más de mil páginas que ya son una obra de culto que ha inspirado, por ejemplo, la extravagante iniciativa de un profesor de una universidad de Ohio y su hijo –Kevin Griffith y Sebastian, éste de tan solo once años–, quienes desde esta primavera han ido recreando diversas escenas de la novela con piezas de Lego.
“La broma infinita” no era precisamente
de fácil lectura. A su gran extensión se le añadían centenares de notas a pie
de página y un contenido que pretendía acoger infinidad de temas de la
modernidad norteamericana, en torno a la sociedad de consumo, las adicciones o
la ansiedad por sentirnos entretenidos, mediante una amalgama de recursos
narrativos que aún hoy asombra. Ilan Stavans, autor junto a Juan Villoro del
reciente libro de conversaciones “El ojo en la nuca” (Anagrama) y profesor de cultura
hispanoamericana en el Amherst College, en Massachusetts, donde Wallace se
licenció en inglés y filosofía –también le interesó la lógica y las
matemáticas–, tiene una opinión muy formada sobre el escritor, natural de
Ithaca (Nueva York), y que se podría extender a muchos intelectuales
americanos: «Era de un talento verbal asombroso. Las palabras parecían fluir de
él con una fuerza bestial. Amaestró a esa bestia en su novela “Infinite Jest”.
A mi gusto la mejor novela norteamericana de la última década del siglo XX, desenfrenada,
apocalíptica».
Esta monumental creación revalorizó su
debut narrativo, “La escoba del sistema”, que publicó la editorial Pálido Fuego
en español el año pasado, e impulsó todo aquello que escribió a partir de aquel
momento de forma extraordinaria, tanto reportajes en la prensa más prestigiosa
como libros de cuentos, caso de«La niña del
pelo raro» y «Entrevistas breves con
hombres repulsivos», y ensayos, como «Algo
supuestamente divertido qe nunca volveré a hacer» y «Hablemos
de langostas». Títulos muy llamativos, al igual que el libro que Penguin Random House
publicará en breve, “Esto es agua”, discurso pronunciado en el año 2005 en el
Kenyon College de Ohio, para los alumnos que se graduaban de Artes Liberales.
En él, las dotes comunicativas de Wallace se hacen palpables al reflexionar con
cercanía, lucidez y buen humor sobre la vida cotidiana, sobre cómo cabe
aprender a pensar, sobre lo difícil que es entender lo obvio (los peces que
nadan no saben qué es el agua; con esta broma empieza su texto), sobre nuestro
ego y la realidad que nos circunda.
Su enfoque no puede ser más desenfadado,
muy hábil para captar la atención del auditorio despertándole una sonrisa. Un
par de anécdotas de diálogos banales le sirven para mostrar la relatividad de
los juicios y expectativas, para luego seguir colocando ejemplos de cómo la
rutina más exasperante ─volver cansados del trabajo, ir en coche al súper,
esperar en una cola o en un atasco─ puede convertirse en una excusa para una
nueva forma de meditar y entrenar la mirada y la paciencia, para reconsiderar
la realidad que nos impone la vida moderna y presurosa. La idea central del
discurso, preciosa, es que es la libertad la que “otorga una educación real,
aprender a ser equilibrado”. Y añade: “Vosotros decidís conscientemente lo que
tiene significado y lo que no. Vosotros decidís qué adorar”. Wallace eligió
quitarse la vida hace ya seis años, tras diferentes tratamientos farmacológicos
contra la depresión. Stavans recuerda con emoción un programa de radio
compartido, y su evocación lo dice: “Reflexionó sobre los cambios recientes en
el inglés norteamericano estándar y yo sobre la evolución del spanglish. Nunca
olvidaré ese breve diálogo: me dio la impresión de estar en compañía de un
gigante”.
Publicado en La Razón,
8-IX-2014