domingo, 7 de septiembre de 2014

Un relato insignificante de humor

Traducida del francés por la editora Beatriz de Moura, la última novela de Milan Kundera es un claro divertimento, una forma muy personal de volver a la narrativa quince años después de que escribiera «La ignorancia», la historia de dos checoslovacos que regresaban a su tierra tras exiliarse y ver cómo se desmoronaba el comunismo en el Este europeo. Así pues, a sus ochenta y cinco años Kundera se ha dado una tregua en sus temas trascendentes o de trasfondo sociopolítico y se ha entregado a un pasatiempo que tiene como protagonistas a unos cuantos amigos en el París actual. Es un Kundera nuevo, irreconocible, que logra algún pasaje notable, pero al fin frívolo en su empeño de entretener sin una historia detrás que alcance un desenlace óptimo.

Alain, Ramón, D’Ardelo, Charles y Calibán son los amigos que protagonizarán escenas en grupo o en solitario concebidas a modo de breves apariciones teatrales. Los párrafos de tono humorístico sobre lo erótico del ombligo de las mujeres, sobre las colas que se forman en una exposición de Chagall, sobre la forma de mentir con respecto a que se sufre cáncer… son ocurrencias cuya calidad narrativa cabe cuestionar, o al menos someterla al fin y al cabo a la impresión de cada lector, pues la capacidad de generar un tipo de comicidad particular cobra vida o languidece dependiendo por entero de la complicidad o del tedio del que la encare. Creo, honestamente, que gana por desgracia la segunda impresión una vez descubierto que se trata de un texto que se limita a querer asombrar y que se acaba mostrando disperso.

Unido a dichas ocurrencias, y a las alusiones a cierto seductor muy brillante en sus chistes y a cierta reciente viuda, quién sabe por qué surge un anecdotario alrededor de Stalin que despierta el interés del dúo Charles-Calibán (el primero idea un teatro de marionetas a partir de ello) y la explicación de por qué la ciudad de Kaliningrado se llama así. La dispersión argumental se acentúa al hablar de las madres de los personajes, de una suicida convertida en asesina ─sin duda, lo mejor de la obra (págs. 49-55)─ y de los llamados «perdonazos», o sea, aquellos que piden perdón por cualquier cosa: «Sentirse o no sentirse culpable. Creo que todo radica en eso». Kundera disemina esta clase de mini reflexiones para no ponerse serio, pero ojalá lo hubiera hecho, ojalá fuera aún el autor que conocimos.


Publicado en La Razón, 4-IX-2014