Traducida del francés por la editora
Beatriz de Moura, la última novela de Milan Kundera es un claro divertimento,
una forma muy personal de volver a la narrativa quince años después de que
escribiera «La ignorancia», la historia de dos checoslovacos que regresaban a
su tierra tras exiliarse y ver cómo se desmoronaba el comunismo en el Este europeo.
Así pues, a sus ochenta y cinco años Kundera se ha dado una tregua en sus temas
trascendentes o de trasfondo sociopolítico y se ha entregado a un pasatiempo
que tiene como protagonistas a unos cuantos amigos en el París actual. Es un
Kundera nuevo, irreconocible, que logra algún pasaje notable, pero al fin
frívolo en su empeño de entretener sin una historia detrás que alcance un
desenlace óptimo.
Alain, Ramón, D’Ardelo, Charles y Calibán
son los amigos que protagonizarán escenas en grupo o en solitario concebidas a
modo de breves apariciones teatrales. Los párrafos de tono humorístico sobre lo
erótico del ombligo de las mujeres, sobre las colas que se forman en una
exposición de Chagall, sobre la forma de mentir con respecto a que se sufre cáncer…
son ocurrencias cuya calidad narrativa cabe cuestionar, o al menos someterla al
fin y al cabo a la impresión de cada lector, pues la capacidad de generar un
tipo de comicidad particular cobra vida o languidece dependiendo por entero de
la complicidad o del tedio del que la encare. Creo, honestamente, que gana por
desgracia la segunda impresión una vez descubierto que se trata de un texto que
se limita a querer asombrar y que se acaba mostrando disperso.
Unido a dichas ocurrencias, y a las
alusiones a cierto seductor muy brillante en sus chistes y a cierta reciente
viuda, quién sabe por qué surge un anecdotario alrededor de Stalin que
despierta el interés del dúo Charles-Calibán (el primero idea un teatro de
marionetas a partir de ello) y la explicación de por qué la ciudad de
Kaliningrado se llama así. La dispersión argumental se acentúa al hablar de las
madres de los personajes, de una suicida convertida en asesina ─sin duda, lo
mejor de la obra (págs. 49-55)─ y de los llamados «perdonazos», o sea, aquellos
que piden perdón por cualquier cosa: «Sentirse o no sentirse culpable. Creo que
todo radica en eso». Kundera disemina esta clase de mini reflexiones para no
ponerse serio, pero ojalá lo hubiera hecho, ojalá fuera aún el autor que
conocimos.
Publicado en La Razón, 4-IX-2014