Foto: una canasta en Blanes, junto a una imagen religiosa
Anoche, uno de los últimos sitios en los
que hubiera deseado estar es en el vestuario de la Selección Española después
de la debacle frente a Francia. Qué se dirían, cómo se mirarían los jugadores
que han triunfado tanto en lo que llevamos de siglo después de una actuación
que bien hubiera podido formar parte de la peor de sus pesadillas en una
cancha. El mayor fracaso de la historia del baloncesto nacional empezó con un
0-8 en contra, realmente extraño, y se prolongó dejándonos angustiados,
boquiabiertos, desamparados. El mazazo fue estruendoso, y la desilusión que ha
provocado tardará mucho en borrarse. El equipo que sólo recibía parabienes,
aplausos, palabras de admiración, perdió de la peor manera posible, echando por
tierra una configuración de estrellas incomparable, el hecho de jugar en casa,
tener a la mayoría de contrincantes con plantillas carentes del suficiente
talento para plantar cara a los nuestros. Excepto Estados Unidos, que ya no nos
esperará en la final, a la que sin la menor duda llegará el domingo. Será duro
no ver a España allí, que ni siquiera juegue por las medallas, que protagonizaran
anoche un espectáculo deprimente hasta la saciedad.
Del 2 de 22 en triples, de
perder el rebote defensivo absurdamente, de no defender con la suficiente
intensidad, no es culpable Juan Antonio Orenga, pero sí de no estudiar cómo
atacar a los franceses, muy limitados de recursos pero optimizando cada uno de
ellos de forma sobresaliente, ejemplar, pero sí de no conseguir quintetos en
pista equilibrados y que no dependieran de la inspiración puntual de Navarro y
del ánimo resolutivo de Pau Gasol. Aún no me explico por qué no usó a Felipe
Reyes, cuando Ibaka y Marc parecían fantasmas perdidos, aún no me explico para
qué llevó a Claver, jugador que me horripila, o al prometedor Abrines, si a lo
largo del campeonato no explotó sus posibilidades para irlos preparando pensando en encuentros más comprometidos. Para qué una rotación de nueve jugadores,
previsible, encorsetada, dejando a aleros que tan buen rendimiento habían dado
estos años con el grupo como San Emeterio y Aguilar. Cómo es posible que un
entrenador, supuestamente de máximo nivel, se pusiera nervioso enseguida, se
mantuviera cuarenta minutos impotente, con un equipo que supera en minutos
jugados en la NBA a los mismísimos estadounidenses. Collet, el técnico galo,
concentrado, reflexivo, rápido de reflejos, dirigió con maestría mientras
Orenga cada vez tenía la vista más corta. Él no falló los tiros, ni perdió
rebotes incomprensiblemente, ni decidió no meter balones al poste bajo para los
pívots, pues siempre, siempre, siempre, son los jugadores los que pierden o
ganan los partidos; y sin embargo, de él es la responsabilidad de ningunear a
Reyes de forma vergonzosa, de hacer jugar demasiado tiempo a los Gasol en la
fase previa, sobrecargándolos, de usar un perímetro muy bajo que empezaba a
jugar a nueve metros del aro, malgastaba la mitad de la posesión y era incapaz de alimentar a los hombres altos con
balones útiles.
Qué auténtica lástima que este súper equipo se vaya de su
mundial de esta forma, sin garra, totalmente dominados por la escuadra rival,
con 52 puntos anotados, una estadística inaceptable. Pau, Rubio y Navarro lo
intentaron, y el resto desapareció. ¿Qué tendría en la cabeza Marc Gasol, que
ha dado un auténtica lección de cómo hay que jugar a este deporte durante las
últimas semanas? ¿Qué habrá concluido Orenga, que tanto presumía de tener el
mejor equipo del mundo? El batacazo es más que mayúsculo, porque no es una
derrota, es la imagen de un equipo perdedor, abrumado por las circunstancias,
tácticamente, de repente, irreconocible, demasiado preocupado por tener a Pau
en las mejores condiciones. El fracaso es más que profundo: un drama, una
desilusión descomunal, mientras los americanos ríen y corren y esta
noche –lo contaré aquí– aplastarán a Lituania, y el domingo al vencedor del Francia-Serbia, con la tranquilidad de que el único equipo que podía hacerles
frente, e incluso ganarles, se borró del mapa ayer, tristemente. Más que tristemente.