jueves, 23 de octubre de 2014

Drácula: Tinta color sangre

Foto: una casa en San Juan de Puerto Rico, en Halloween

Hace dos años, la editorial Reino de Cordelia publicaba «Drácula. Un monstruo sin reflejo»; era una forma de conmemorar los «cien años sin Bram Stoker 1912-2012» y asomarnos a la historia del vampírico personaje. En el volumen, profusamente ilustrado para acoger la desbordante influencia visual que ha generado la obra de este escritor irlandés que, por cierto, apenas ganó dinero con su creación ─los críticos la desdeñaron desde su publicación, en 1897─, el editor Jesús Egido recordaba a Drácula cómo «un monstruo enterrado hace siglos, que sólo puede salir al amparo de la noche y teme a los crucifijos y las hostias consagradas, un conde transilvano fétido y culto». Nadie desconoce al vampiro más famoso de todos los tiempos, pero muchos no sabrán que Stoker no eligió una narrativa convencional para su extenso relato, sino el género epistolar para materializar lo que es, sobre todo, la historia de una obsesión desorbitada.

Así, Drácula contrata los servicios de una agencia inmobiliaria de Londres en busca de la yugular femenina que le obsesiona desde que vio una fotografía de su dueña. Se trata de Mina Harker, a la que su prometido Jonathan le envía las cartas que configurarán la médula de la novela y que reflejan las andanzas de este joven abogado inglés por los montes Cárpatos de Transilvania, donde ha acudido para cerrar unas ventas con el que llaman conde Drácula. Un individuo cuyas características tuvo claras Stoker muy pronto: podía transformarse en lobo y en murciélago, reptar por las paredes, controlar las tormentas y crear masas de niebla para esconderse entre ellas. Pero, claro está, el también autor de «El invitado de Drácula y otras historias de terror», que su viuda publicó en 1914, dos años después de la muerte de su marido, no partía de la nada, y las fuentes e inspiraciones de las que se nutrió son variadas y muy interesantes.

En realidad, el vampiro literario nació muchas décadas atrás, cuando algunos escritores se basaron en leyendas extraídas del folclore del este europeo para pergeñar hombres sedientos de sangre humana, como hizo John Polidori, secretario de Lord Byron, para escribir su cuento «El vampiro» (1816). Otro cuento, del alemán E. T. A. Hoffman, titulado «Vampirismo» (1921), insistiría en la temática pero desde el punto de vista de una mujer, y su rasgo de leyenda oral quedaría de manifiesto al pertenecer a una colección de relatos en la que varios aristócratas se juntaban para contarse historias fantásticas. Luego, en 1836, vendría «La muerta enamorada» de Théophile Gautier, que bebería del narrador alemán y usaría la primera persona de su protagonista para contar otra tanda de desvelos sangrientos. Se trataba de una obra de estilo exquisito, muy diferente a la popular «Varney el vampiro o El festín de sangre», del inglés James Malcolm Rymer, que la dio a conocer por entregas entre los años 1845 y 1847 de forma muy barata ─las llamadas «penny dreadful», terror de penique─ y que se convirtió ese año en un voluminoso libro.

Tales antecedentes en tres idiomas diferentes convergerían en una novela corta de un compatriota de Stoker, Sheridan Le Fanu, cuya «Carmilla» (1872), también con protagonista mujer, sería determinante para que Stoker ideara la atmosfera misteriosa, poética y ambigua que le elogiaría Oscar Wilde, para quien no había dudas de que «Drácula» era la mejor historia de terror de todos los tiempos. Todas las obras citadas, y el libro "La tierra más allá de los bosques" (1888), de Emily Gerard, útil para la descripción de los paisajes de Rumanía, serían caldo de estudio para el sobrino-bisnieto del escritor, Dacre Calder Stoker, un hombre nacido sin embargo en Canadá, en 1958, y que destacó en el pentatlón moderno –Bram Stoker se distinguió en su natal Dublín por ser un deportista potentísimo, pese a que pasó sus primeros siete años de vida enfermo en casa– antes de consagrarse a la difusión de la propiedad intelectual de su tío-bisabuelo. Todo ello derivó en la secuela «Drácula, el no muerto», que Dacre Stoker publicó en 2009 en colaboración con Ian Holt, y en la que convirtió en personaje a la condesa húngara Erzsébet Báthory, que vivió entre los siglos XVI y XVII y en la que se había fijado Bram Stoker para elaborar el perfil de su propio conde.

De hecho, el mismísimo Bram Stoker también aparece en el texto, junto a otros iconos del terror londinense como Jack el Destripador, con el fin de urdir una trama en la que se da continuación, funesta, a los personajes originales. Para ello, los autores habían estudiado los apuntes que había dejado el escritor irlandés, intentando llevar a cabo ideas que al final habían quedado desechadas. La primera de ellas, el título, que iba a llevar al principio ese añadido de «el no muerto» y que dio a la historia, ciertamente, uno de los personajes más inmortales.

Publicado en La Razón, 19-X-2014, acompañando a "El empalador que inspiró Drácula", artículo de David Hernández de la Fuente, a raíz del estreno de la película "Drácula: la leyenda jamás contada"