Foto: una casa en San Juan de Puerto Rico, en Halloween
Hace dos años, la editorial
Reino de Cordelia publicaba «Drácula. Un monstruo sin reflejo»; era una forma
de conmemorar los «cien años sin Bram Stoker 1912-2012» y asomarnos a la
historia del vampírico personaje. En el volumen, profusamente ilustrado para
acoger la desbordante influencia visual que ha generado la obra de este
escritor irlandés que, por cierto, apenas ganó dinero con su creación ─los críticos
la desdeñaron desde su publicación, en 1897─, el editor Jesús Egido recordaba a
Drácula cómo «un monstruo enterrado hace siglos, que sólo puede salir al amparo
de la noche y teme a los crucifijos y las hostias consagradas, un conde
transilvano fétido y culto». Nadie desconoce al vampiro más famoso de todos los
tiempos, pero muchos no sabrán que Stoker no eligió una narrativa convencional
para su extenso relato, sino el género epistolar para materializar lo que es,
sobre todo, la historia de una obsesión desorbitada.
Así, Drácula contrata los
servicios de una agencia inmobiliaria de Londres en busca de la yugular
femenina que le obsesiona desde que vio una fotografía de su dueña. Se trata de
Mina Harker, a la que su prometido Jonathan le envía las cartas que configurarán
la médula de la novela y que reflejan las andanzas de este joven abogado inglés
por los montes Cárpatos de Transilvania, donde ha acudido para cerrar unas
ventas con el que llaman conde Drácula. Un individuo cuyas características tuvo
claras Stoker muy pronto: podía transformarse en lobo y en murciélago, reptar
por las paredes, controlar las tormentas y crear masas de niebla para
esconderse entre ellas. Pero, claro está, el también autor de «El invitado de
Drácula y otras historias de terror», que su viuda publicó en 1914, dos años
después de la muerte de su marido, no partía de la nada, y las fuentes e
inspiraciones de las que se nutrió son variadas y muy interesantes.
En realidad, el vampiro
literario nació muchas décadas atrás, cuando algunos escritores se basaron en leyendas
extraídas del folclore del este europeo para pergeñar hombres sedientos de
sangre humana, como hizo John Polidori, secretario de Lord Byron, para escribir
su cuento «El vampiro» (1816). Otro cuento, del alemán E. T. A. Hoffman,
titulado «Vampirismo» (1921), insistiría en la temática pero desde el punto de
vista de una mujer, y su rasgo de leyenda oral quedaría de manifiesto al
pertenecer a una colección de relatos en la que varios aristócratas se juntaban
para contarse historias fantásticas. Luego, en 1836, vendría «La muerta
enamorada» de Théophile Gautier, que bebería del narrador alemán y usaría la
primera persona de su protagonista para contar otra tanda de desvelos
sangrientos. Se trataba de una obra de estilo exquisito, muy diferente a la
popular «Varney el vampiro o El festín de sangre», del inglés James Malcolm
Rymer, que la dio a conocer por entregas entre los años 1845 y 1847 de forma
muy barata ─las llamadas «penny dreadful», terror de penique─ y que se
convirtió ese año en un voluminoso libro.
Tales antecedentes en tres
idiomas diferentes convergerían en una novela corta de un compatriota de
Stoker, Sheridan Le Fanu, cuya «Carmilla» (1872), también con protagonista mujer,
sería determinante para que Stoker ideara la atmosfera misteriosa, poética y
ambigua que le elogiaría Oscar Wilde, para quien no había dudas de que
«Drácula» era la mejor historia de terror de todos los tiempos. Todas las obras
citadas, y el libro "La tierra más allá de los bosques" (1888), de Emily Gerard, útil para la
descripción de los paisajes de Rumanía, serían caldo de estudio para el sobrino-bisnieto del escritor, Dacre Calder Stoker,
un hombre nacido sin embargo en Canadá, en 1958, y que destacó en el pentatlón
moderno –Bram Stoker se distinguió en su natal Dublín por ser un deportista
potentísimo, pese a que pasó sus primeros siete años de vida enfermo en casa– antes
de consagrarse a la difusión de la propiedad intelectual de su tío-bisabuelo.
Todo ello derivó en la secuela «Drácula, el no muerto», que Dacre Stoker
publicó en 2009 en colaboración con Ian Holt, y en la que convirtió en
personaje a la condesa húngara Erzsébet Báthory, que vivió entre los siglos XVI
y XVII y en la que se había fijado Bram Stoker para elaborar el perfil de su
propio conde.
De hecho, el mismísimo Bram
Stoker también aparece en el texto, junto a otros iconos del terror londinense
como Jack el Destripador, con el fin de urdir una trama en la que se da
continuación, funesta, a los personajes originales. Para ello, los autores
habían estudiado los apuntes que había dejado el escritor irlandés, intentando
llevar a cabo ideas que al final habían quedado desechadas. La primera de
ellas, el título, que iba a llevar al principio ese añadido de «el no muerto» y
que dio a la historia, ciertamente, uno de los personajes más inmortales.
Publicado en La Razón, 19-X-2014, acompañando a "El empalador que inspiró Drácula", artículo de David Hernández de la Fuente, a raíz del estreno de la película "Drácula: la leyenda jamás contada"