El perfil del clásico escritor
inglés que se instala en el relato burgués con tintes humorísticos de
frivolidad y sátira a partes iguales –Waugh, Powell, etc.–, tan preponderante
en la primera mitad de siglo XX, más una aparente exquisitez afrancesada, tiene
en William Gerhardie un añadido curioso que, además, cimentó su obra narrativa:
el hecho de que mezcló el análisis de la clase acomodada británica con la rusa.
Había nacido y se había criado en la tierra zarista, de modo que conocería cómo
la olla del bolchevismo se iría calentando, pero, tras participar con el
ejército inglés en la Gran Guerra, acabaría estudiando en Oxford. Allí escribiría
su primera historia, “Inutilidad” (1922), publicada por la editorial Siruela
hace ocho años con un prólogo de Edith Wharton; ésta hacía hincapié en que se
trataba de un retrato de dos razas “tal y como se ven la una a la otra”, pues
era la narración de un individuo anglo-ruso que veía cómo se embarcaba hacia
Shanghái su amada, lo que le llevaba a desmenuzar los avatares de la familia de
ella.
Tres años después, con “Los
políglotas”, Gerhardie repetiría este planteamiento –escribiría tres obras más,
incluida su autobiografía “Recuerdos de un políglota”– en el que la familia,
cercana y lejana, la Rusia posterior a la guerra y el lejano Oriente participan
de pequeños enredos en los que lo trágico y lo intrascendente parecen provenir
de un mismo melodramatismo. El capitán Georges Hamlet Alexander Diabologh,
miembro, como indica el traductor, Martin Schifino, de “una delegación de
oficiales británicos que cumplen misiones ridículas y de escasa importancia
estratégica, como enviar 50.000 gorras a una división del ejército que se
encuentra en la otra punta de Rusia”, está enamorado de la insípida Sylvia y
tiene que enfrentarse a la cizañera tía Teresa, a las histerias de los
parientes y a un clima de cosmopolitismo –Bélgica, China y Japón– que enfatiza
la huida de Europa a la que se han visto abocados.
La muerte del hermano de la
muchacha, un suicidio repentino, diferentes separaciones y traiciones
monetarias… Todo está tratado por el protagonista narrador con un sentido del
humor que tal vez, para el lector actual, esté demodé pero que conserva la
esencia de esa ironía ligera tan británica que, más que levantar una trama
homogénea y atractiva, reproduce un ambiente de salones y divagaciones, de
conflictos banales que reclaman paciencia y proponen mirar un cuadro
burlesco-costumbrista.
Publicado en La Razón, 23-X-2014