Hay algo indefinible en la narrativa de Patrick Modiano que lo vuelve
irresistible para cierto tipo de lectores que gustan de ritmos pausados y
atmósfera parisina reconocible, que lo hace encandilador para muchos
escritores, colegas de profesión que quedan subyugados ante el ropaje
introspectivo, un modo de contar las cosas lacónico y sobrio, de este autor
francés consagrado discretamente a su obra, por cierto casi toda traducida al
español. En el reciente «La ciudad de los pasos lejanos» (editorial
Pre-Textos), José Muñoz Millanes incluía varios epígrafes extraídos de sus
libros que eran una llamada de aviso sobre lo que se iba a encontrar el lector:
“La precisión topográfica de los relatos de Modiano, la geografía urbana de
Modiano, Baroja y Azorín, confundiéndose accidentalmente, en París, habla de
doloridas sombras y fantasmas”.
Ese París que pisó Azorín al estallar la Guerra Civil Española y que surge
en el trabajo de este estudioso podría ser el mismo en el que divagan por
plazas, cafés y bulevares los personajes de Modiano, doloridos, fantasmales, en
plena Ocupación alemana. Esa admiración generalizada por las historias del
autor galo estallaría precozmente: con veintipocos años es capaz de debutar con
una novela, “El lugar de la estrella”, que es todo un acontecimiento para el
ambiente literario parisino. De repente, el año 1968 presencia una obra que
parece firmada por un prosista veterano: intelectualista, atrevida, reflexiva, sobre
un muchacho esnob exquisito, culto, malévolo y elegante que irá conociendo lo
peor y lo mejor de un entorno en donde la tensión entre franceses, judíos y
nazis es manifiesta.
Ese dominio del escenario y los entes que en él teatralizan la urgencia de
sobrevivir, además trufado de apariciones de personajes reales, como Proust,
Céline o La Rochelle ─reflejo incontestable de su madurez narrativa desde muy
pronto─, tendrá continuación con las novelas “La ronda nocturna” y “Los paseos
de la circunvalación”; las tres conforman una serie que reunió Anagrama hace
casi tres años y que llevó un prólogo de José Carlos Llop, uno de sus
innumerables colegas-admiradores, que se preguntaba y respondía: “¿Su estilo?:
una respiración lenta e hipnótica, con el dring cristalino y el swing jazzístico
de los felices veinte”. De ahí que comparara al autor de “Un pedigrí” con quien
retrató toda una época, F. S. Fitzgerald: ambos encandiladores, captadores de
climas que, de forma indefinible, misteriosamente inexplicable, atrapan al
lector y lo hacen leal a todas sus páginas.
Publicado en La
Razón, 10-X-2014