Sin duda no habrá mejor manera a
nuestro alcance, para conocer a Joseph Roth, que este volumen que el destino ha
deparado compartir con su amigo Stefan Zweig. De éste tenemos tantas nuevas
ocasiones para dejarnos atrapar por su magnetismo intelectual, que cualquier
otra novedad, como la reciente “El exilio imposible. Stefan Zweig en el fin del
mundo”, de George Prochnik, es una oportunidad, felizmente la enésima, de
volver a conocer a alguien de quien uno no se cansa de seguir conociendo. Pero
de Roth, muerto en mayo de 1939 a los 45 años, consumido por el alcohol en
París –adonde se había exiliado seis años antes, poco después de publicar la
que él mismo sabía que era última novela, “La leyenda del santo bebedor”–, se
necesitaba una luz biográfica que iluminara su oscura andadura desde dentro.
Y no hay nada más íntimo que la
correspondencia sincera, privada, a otro interlocutor en el que se deposita la
confianza, malestar, miedo, problemática emocional y material. Y en esta
correspondencia, preparada por Madeleine Rietra y Rainer Joachim Siegel
(traducción de Joan Fontcuberta y Eduardo Gil Bera), Roth aparece como quien es
–descarnado, susceptible, exhausto, al borde siempre del estallido postrero– al
lado de quien no pareció nunca desviarse de una elegancia y generosidad no
exentas de dolor: un Zweig solidario, preocupado, leal pese a la tormentosa
relación a la que lo obligaba su compatriota, que siempre atacaba para
defenderse, siempre se lamentaba para mendigar, siempre describía su caída al
abismo para pedir, ingenua e inconscientemente, alguien que le fuera a salvar
de la ruina de su vida; en suma, viendo de continuo “por todas partes
sufrimiento y muerte” (19-V-1930), “al borde del suicidio” (13-VII-1934) y,
claro está, sin fe en la humanidad aunque sí en Dios (24-VII-1935); él, un
judío que ve cómo Europa se autodestruye a la vez que Hitler domina una
Alemania donde ya no caben libros como los suyos y los de Zweig.
Roth, desde su participación en
la Primera Guerra Mundial, ya había empezado a autodestruirse bebiendo, por más
que le diga a su amigo que sólo ingiere vino y siempre está sobrio; pero lo
cierto es que la dependencia al alcohol se agravará cuando su mujer contraiga
una esquizofrenia en 1928 que la llevará al manicomio (el padre de Roth había
padecido locura, algo que el escritor temía haber heredado), lo cual queda bien
reflejado en unas epístolas en las que la angustia siempre es mayúscula. Al cabo,
la esposa sería asesinada de acuerdo a la «ley de eutanasia» dictada por el
Tercer Reich para los enfermos mentales, y el resto de su familia perecería en
el campo de Bergen-Belsen. Una existencia funesta, ciertamente, de la que
hablará Zweig en el póstumo “El legado
de Europa”: «No sólo el final de Ernst Toller fue un suicidio por asco a
nuestro tiempo enloquecido, injusto e infame. También nuestro amigo Joseph Roth
se aniquiló conscientemente a sí mismo impulsado por el mismo sentimiento de
desesperación, sólo que en él esa autodestrucción fue todavía mucho más cruel
por cuanto se desarrolló de un modo mucho más lento, porque fue una autodestrucción
día tras día, hora tras horas y pieza tras pieza en una especie de
autocombustión».
Hacemos tanto hincapié en Roth
porque de él son el noventa por ciento de estas cartas, y sin embargo, Zweig
cobra la misma importancia tanto por ser el centro de las quejas editoriales de
su colega, siempre en torno a los contratos que él ve injustos, como por
recibir peticiones de dinero o reproches por explicarse de una determinada
manera o incluso tardar en responder. Cabe decir, además, que la primera misiva
de Zweig ya justificaría el libro entero: es casi un primer saludo que
constituye un completo autorretrato en el que deplora su popularidad –“La
verdadera vida es la doble vida. Sólo desde el anonimato se ve realmente el
mundo”– y expresa la esperanza –es enero de 1929– de que Europa acabe compuesta
de unas positivas mezcolanza y uniformidad gracias al influjo de América,
disolviéndose en cierto modo el antisemitismo.
Por desgracia, este tono
reflexivo, calmado y hondo sufrirá los continuos aluviones de un Roth que
señala sin complejos errores en las obras de Zweig, e incluso en su
comportamiento, que tilda de bondadoso pero ciego ante la interesada amistad de
algunos. Pronto será tiempo de traiciones, qué duda cabe, de exilios, de
trabajar hasta la extenuación para sobrevivir. Ese es el día a día de un Roth
enfermo e histérico, y a la vez lúcido y crítico: “La palabra ha muerto, los
hombres ladran como perros”, advierte en octubre de 1933, mientras Zweig pisa
París, Londres, Suiza, proyecta conferencias en Sudamérica, se separa de su
fiel Friderike (aquí también se integran las cartas que intercambiaron ésta y
Roth) y se une a la joven con la que al final se suicidará en Brasil, en 1942.
Y en medio, presidiéndolo todo, “escribir, escribir, escribir” (28-IX-1394),
como dice Roth, volcado todas las horas del día en obras con las que nunca
ganará suficiente dinero, pues éste acaba en manos de demasiada gente a la que
quiere enfermizamente mantener.
“Soy un infame”, “Toda amistad
conmigo se echa fácilmente a perder”, “Ah, soy imbécil y juicioso a la vez, y
esto me hace todavía más infeliz. (…) Me voy a pique”, va gritando Roth. “Tengo
hambre de lejanía y el deseo de ver bien este mundo, una vez más, antes de que
estalle”, susurra Zweig desde Inglaterra, en 1934. Ambos –el neurótico y el
dandi–, cada uno a su manera, se autodestruirán antes de que su mundo
austrohúngaro, saboreado ayer, temido en su presente, quede aniquilado por la
barbarie.
Publicado en La Razón, 27-XI-2014