martes, 24 de febrero de 2015

Nueva York: imán y cárcel


La pasada primavera, el colombiano Carlos Aguasaco (1975), profesor en el City College de CUNY e impulsor de una iniciativa señera en Estados Unidos, la editorial neoyorquina Arte Poética Press, presentaba en Madrid su libro Antología de poetas hermafroditas con fina y atrevida ironía. Por supuesto, lo más llamativo en primera instancia, lo que reclamaba una explicación inmediata, era el título, para el cual había una historia tan corrosiva como denunciadora de los hábitos estúpidos de una red de estudios literarios que ha perdido el oremus, en las últimas décadas, por fijar patrones caprichosos o reduccionistas o por tener a bien considerar el color de la piel o la condición sexual como mérito autorial, como ha recalcado de modo insistente Harold Bloom. Aguasaco contó cómo, por su año de nacimiento, se sentía entre dos generaciones, en tierra de nadie, y cómo, por ser un escritor en español en Estados Unidos, era de difícil clasificación para todos aquellos que organizan encuentros de poetas y antologías, pues además era hombre en los años en que empezaban a proliferar con fuerza ciertas promociones de poetisas en América Latina. El resultado era que, por esas razones, que llegaron a molestarle, nadie contaba con él por no poder adscribirlo con facilidad a un objeto de estudio colectivo, y entonces nació la ocurrencia de ser hermafrodita, de ser dos en uno, de antologarse en plural siendo el mismo escritor.

Y mucho de diferentes estilos y enfoques artísticos tiene esta Antología de poetas hermafroditas, cada una obediente a su sección. Empezando in media res, veremos que alguna de ellas reviste una estimulante complejidad: muestra una poesía que arranca de la acción y conciencia de un yo poético, por ejemplo, que primero toma la forma de pintor cojo, hambriento, soñador y lector de poesía, y luego se generaliza hacia un personaje surreal, en poemas donde, por cierto, se asoma un Don Quijote que hubiera anhelado procrear con Dulcinea, y que termina vaticinando la propia muerte dantesca: “Muerto, bien muerto, me detendré en lo oscuro / y la muerte, que ve en oscuro, me servirá de antorcha. // Muerto, sordamente muerto, me moriré en lo callado / y la muerte, que escucha en lo callado, será mi audiencia”. Son los mejores versos del mejor poema del apartado “El bastidor del mundo”, al que le siguen “Digamos por el bien del poema”, “De la Paya Warmi: Yaraví” –que alude a lenguas precolombinas–, “Nocturnos del caminante” y “El bufón y su sombra”; pero, con todo, es inevitable quedarse, concentrarse, destacar y releer las primeras quince páginas, la formada por los “Poemas del metro de Nueva York”.

José Balza, en el “Prólogo: Aguasaco en el mixto rostro”, encara toda esta poesía anclada en la sociedad que la despierta, la nutre, poniendo el acento precisamente, por así decirlo, en el mar que rodea a cada isla: “Quizá sólo en contadas épocas los poetas han tenido que tomar en cuenta con tal intensidad la lengua escrita y el contexto social en que escriben, como debe hacerlo un autor latinoamericano de este instante. Un poeta de nuestra América, hoy, escribe casi por extensión en español, a la vez que atiende a la realidad que lo alimenta y mientras sus tentáculos mentales tocan los sucesos diarios del planeta”. Ese mar, el contexto social, es para Aguasaco primero o con mayor constancia la Nueva York que habita desde 1999, y su lengua escrita, la isla, la que lo ata a su Colombia, a su continente español, a nuestro mundo editorial en último término gracias a esta publicación madrileña. En cualquier caso, Nueva York sería la píldora que concentra el planeta, el lugar hermafrodita por excelencia, y por ello sus estrofas nos sitúan entre rascacielos o calles conocidas.

Así, el libro se abre con un gran poema –su título: el simple nombre de la urbe–que nos compete a todos en cierta manera cuando dice: “No es este mundo tu mundo y lo es. / La ciudad está allí para ser tomada”. Los pasos por el metro, el parque, la noche, el suelo neoyorquinos del poeta son los nuestros, y nuestro lo que emerge en el precioso y romántico “Poema dos”, donde el amor matrimonial se funde con la necesidad de leer y ser leído: “Para escribir el poema, hacen falta dos”, con un escenario asimismo tópico y a la vez incuestionable –con “las luces de Times Square y las sirenas de emergencia”– que no importa en verdad, pues el amor construye mundos posibles allá donde se cultive. Aguasaco se sienta en la barra de un bar, y observa. Surgen referentes como Borges, César Vallejo, Huidobro, Cervantes, Sarduy, Sor Juana Inés de la Cruz, voces que surgen en el imaginario lector que intuimos ha acompañado al poeta, junto con lo fotográfico, lo cinematográfico, la imagen a la misma altura que la palabra. Se percibe en “Yo”, composición que define nuestra individualidad en el centro del universo: el poeta sueña, en “Nueva York a ras de tierra”, “con una palabra convertida en flecha”, en la comunicación que cruzará el espacio y lo devolverá a su hogar para que sepan que aún está vivo. Comunicación que se concretará en “Del buen sentido”, donde se describe la Gran Manzana a una Madre lejana y se reivindica el mestizaje, el acento que no se perderá.

Como no podía ser de otra manera, Nueva York también se ve con ácida crítica por sus prisas y magnitud, por su superficialidad y falsas apariencias: “Y aquí florecen margaritas de plástico y sonríen las chicas con tetas de goma”. Nueva York no es solamente el lugar de vida, sino una masa que atrae y repele a partes iguales, paraíso e infierno, imán y cárcel, burbuja y antípodas: “La ciudad me llama / corro hacia ella, con los brazos abiertos / vengo a crucificarme en sus esquinas / a caer de rodillas en sus escaleras eléctricas / a gritar mi nombre entre la multitud / que camina hacia su lugar de trabajo”. Manhattan es, así, una “amante entrada en los cuarenta, abollada y sucia”, en “Cumplo años”, una “halitosis de vodka y la promesa del placer”. Se asoma, consecuentemente, un Manhattan sensual, región hembra deseada a la que se le dedica también una “Oración” donde el caos, el devenir de inmigrantes, el consumismo obligado, consumen al hombre; nos consumen a todos los que arrastramos el hermafroditismo de ser a la vez de Nueva York y del resto del mundo.
Publicado en la revista Clarín, núm. 115, enero-febrero 2015