sábado, 24 de octubre de 2015

La memoria del sabor y el olor. Sobre la magdalena proustiana


Hoy, en la localidad de Illiers-Combray, los reposteros comercializan lo que en su día fue casi un apunte anecdótico y que acabó siendo uno de los iconos del poder de la memoria: la magdalena más famosa de la historia de la literatura. Así, el protagonista de «Por el camino de Swann» (1913), evocaba el recuerdo del sabor de una «conchita» que mojaba en el té que le ofrecía su tía. El lugar en sí que literaturizó Proust era meramente Illiers (el pueblo natal de su padre, Adrien Proust, destacado higienista que combatió la peste y el cólera), aunque con el nombre de Combray en su descomunal novela, de modo que las autoridades galas rebautizarían el pueblo con ese nombre compuesto para perpetuar la alusión repostera de «En busca del tiempo perdido» y garantizar la presencia de incondicionales proustianos en el pueblo, a una hora y media de París en tren, para más señas.

En efecto, aquella primera frase del ciclo novelístico, compuesto de siete volúmenes, al que Proust dedicó los años 1909-1922 –«Durante mucho tiempo, me acosté temprano»–, tendría un cierre tres mil páginas después, precedido de tres puntos suspensivos: «... en el tiempo»; pero el momento paradigmático quedaría registrado en el pasaje dulce, memorístico, en el que un sabor, un olor, despiertan el inconsciente y el personaje rebusca en su memoria hasta entender qué le ha atravesado los sentidos y la conciencia: «Y de repente me vino el recuerdo: aquel sabor era el del trozo de magdalena que, cuando iba a darle los buenos días los domingos por la mañana en Combray (...), me ofrecía mi tía Léonie, después de haber mojado en su infusión de té o tila». Una evocación de la infancia del alter ego de Proust, intuitiva, que acaba dando como resultado la reflexión de que «sólo el olor y el sabor –más débiles pero más vivaces, más inmateriales, más persistentes, más fieles– perduran durante mucho tiempo aún, como almas, recordando, aguardando, esperanzados, sobre las ruinas de todo lo demás, portando sin flaquear sobre su gotita casi impalpable el inmenso edificio del recuerdo».

Y es que nadie como Proust ha teorizado, poetizado, indagado en lo significan para nosotros los recuerdos, y además con largas frases, llenas de frases subordinadas –que el asmático Proust no podría ni pronunciar sin agotarse–, sin apenas puntos y apartes. Imposible calibrar la influencia que el pasaje, toda su obra, tuvo ya en su tiempo, el de la literatura simbolista que buscaba, a través de maneras indirectas –muy en la línea del filósofo Bergson, al que el autor francés admiraba (el tiempo es un fluir constante en el que pasado y presente se solapan) y en las profundidades de la psique freudiana–, una manera sugerente, sensitiva, introspectiva de narrar, la que llevarían a cabo artistas como Virginia Woolf o James Joyce. Sin embargo, Proust comenzó su obra con dudas, pues no sabía a dónde iba a llevarle su escritura: al ensayo, al estudio filosófico o a lo narrativo. En 1908 había ya escrito la semilla, un texto abandonado en el que ya surgía la tostada mojada en el té que le lleva, como en sueños, al tiempo de su niñez y que, en la novela, se convertiría en la celebérrima magdalena a partir de esta memoria involuntaria, de este instinto humano que Proust colocaba muy por encima de la inteligencia.

Publicado en La Razón, 21-X-2015, acompañando