Hoy, en la
localidad de Illiers-Combray, los reposteros comercializan lo que en su día fue
casi un apunte anecdótico y que acabó siendo uno de los iconos del poder de la
memoria: la magdalena más famosa de la historia de la literatura. Así, el
protagonista de «Por el camino de Swann» (1913), evocaba el recuerdo del sabor
de una «conchita» que mojaba en el té que le ofrecía su tía. El lugar en sí que
literaturizó Proust era meramente Illiers (el pueblo natal de su padre, Adrien
Proust, destacado higienista que combatió la peste y el cólera), aunque con el
nombre de Combray en su descomunal novela, de modo que las autoridades galas
rebautizarían el pueblo con ese nombre compuesto para perpetuar la alusión repostera
de «En busca del tiempo perdido» y garantizar la presencia de incondicionales
proustianos en el pueblo, a una hora y media de París en tren, para más señas.
En efecto,
aquella primera frase del ciclo novelístico, compuesto de siete volúmenes, al
que Proust dedicó los años 1909-1922 –«Durante mucho tiempo, me acosté
temprano»–, tendría un cierre tres mil páginas después, precedido de tres
puntos suspensivos: «... en el tiempo»; pero el momento paradigmático quedaría
registrado en el pasaje dulce, memorístico, en el que un sabor, un olor,
despiertan el inconsciente y el personaje rebusca en su memoria hasta entender
qué le ha atravesado los sentidos y la conciencia: «Y de repente me vino el
recuerdo: aquel sabor era el del trozo de magdalena que, cuando iba a darle los
buenos días los domingos por la mañana en Combray (...), me ofrecía mi tía
Léonie, después de haber mojado en su infusión de té o tila». Una evocación de
la infancia del alter ego de Proust, intuitiva, que acaba dando como resultado
la reflexión de que «sólo el olor y el sabor –más débiles pero más vivaces, más
inmateriales, más persistentes, más fieles– perduran durante mucho tiempo aún,
como almas, recordando, aguardando, esperanzados, sobre las ruinas de todo lo
demás, portando sin flaquear sobre su gotita casi impalpable el inmenso
edificio del recuerdo».
Y es que nadie
como Proust ha teorizado, poetizado, indagado en lo significan para nosotros
los recuerdos, y además con largas frases, llenas de frases subordinadas –que el
asmático Proust no podría ni pronunciar sin agotarse–, sin apenas puntos y
apartes. Imposible calibrar la influencia que el pasaje, toda su obra, tuvo ya en
su tiempo, el de la literatura simbolista que buscaba, a través de maneras
indirectas –muy en la línea del filósofo Bergson, al que el autor francés
admiraba (el tiempo es un fluir constante en el que pasado y presente se
solapan) y en las profundidades de la psique freudiana–, una manera sugerente,
sensitiva, introspectiva de narrar, la que llevarían a cabo artistas como
Virginia Woolf o James Joyce. Sin embargo, Proust comenzó su obra con dudas,
pues no sabía a dónde iba a llevarle su escritura: al ensayo, al estudio
filosófico o a lo narrativo. En 1908 había ya escrito la semilla, un texto
abandonado en el que ya surgía la tostada mojada en el té que le lleva, como en
sueños, al tiempo de su niñez y que, en la novela, se convertiría en la
celebérrima magdalena a partir de esta memoria involuntaria, de este instinto
humano que Proust colocaba muy por encima de la inteligencia.
Publicado en La Razón,
21-X-2015, acompañando