domingo, 31 de enero de 2016

El gran amor del guardián Salinger

La leyenda y la extravagancia que rodearon a Jerome David Salinger no han hecho más que aumentar a medida que los estudios sobre su vida y obra se iban sucediendo hasta su muerte, en 2010, y póstumamente. Celoso de su intimidad hasta límites enfermizos, Salinger se negó a ceder a las exigencias de una época marcada por la imagen y las entrevistas. Su corta obra publicada –“El guardián entre el centeno”, «Nueve cuentos», «Franny y Zooey» y «Levantad, carpinteros, la viga del tejado y Seymour: una introducción», a lo largo de los años 1951-1963, devino una influencia inmensa para las generaciones siguientes; lo cual puede extenderse si se confirman las recientes informaciones sobre los escritos que fue preparando –escribiendo para su propio placer, como reveló a un amigo– y que podrían ver la luz en breve.

Si algún atrevido pretendía escribir su biografía –Iam Hamilton, «J. D. Salinger: A writing life»–, el autor lo demandaba; algo que no prosperó, aunque el libro, merced a una orden judicial, no pudiera dar extractos literales de las cartas del biografiado. Incluso su hija Margaret quiso decir su opinión del genio cascarrabias en «El guardián de los sueños» (2000), donde se decían cosas verdaderamente íntimas y humillantes, de orden escatológico y sexual, sobre el escritor. Recientemente, David Shields y Shane Salerno, en “Salinger”, ahondaban en todas las contradicciones del narrador de Manhattan, sobre todo en ese celo por su privacidad y a la vez su propio interés por lo que se decía de él, poniendo además el acento en su experiencia en la Segunda Guerra Mundial; y es que tal cosa marcaría su personalidad de modo trascendente, en especial a partir de las cinco sangrientas batallas en las que participó, incluido el desembarco de Normandía.

Cartas desde la guerra

Ese punto de inflexión bélico alejará para siempre a Salinger de su gran amor, Oona O’Neill, como recrea con destacable atrevimiento narrativo –no exento de rigor informativo– el francés Frédéric Beigbeder en una novela, “Oona y Salinger” (traducción de Francesc Rovira, a la venta la próxima semana), de estructura llamativa y realmente entretenida. Desde Europa, el escritor enviará cartas a la bella hija del dramaturgo de vida tormentosa y suicida Eugene O’Neill (cartas que Beigbeder inventa al no haber trascendido las reales que se intercambiaron ambos protagonistas), y la muchacha le contará lo que enfurece al soldado que ya por entonces llevaba en su petate el manuscrito de la historia del adolescente Holden Caulfield: que se va a casar con Charles Chaplin. Lo hará en 1943, y la pareja, a la que separan treinta y seis años de edad, tendrá ocho hijos y se mantendrá unida hasta la muerte del actor, en 1977.

Para los biógrafos citados, Salinger buscaba la compañía de chicas menores de edad para, una vez llevadas a su terreno, acabar por despreciarlas. Esta conducta se prolongó de forma obsesiva, pero ninguna chica podría igualarse al impacto que le suscitó la bella Oona, que Beigbeder idolatra como hizo en su día otro destacado personaje de la novela, Truman Capote, que dijo de su joven amiga, con la que acudía a diversos clubes de Nueva York: “Sólo tenía un defecto: era perfecta. Fuera de eso, era perfecta”. Al romance frustrado de Salinger le sucedería, aparte de la guerra, una fama que lo acorraló y ante la que decidió aislarse para siempre. Y diversas relaciones infructuosas: un matrimonio con una médica francesa, que no duró mucho, y luego con otra mujer en 1955 de la que se divorciaría doce años más tarde. 

Corazón roto

Beigbeder se ejercita bien en lo que pudo haber sucedido entre Oona y Salinger desde que se conocen en un local, con el chispeante Capote a la mesa y con Orson Welles muy cerca, él queda prendado incluso de su “nombre hipnótico” y tienen una relación amorosa sin sexo ante el temor de ella a quedar embarazada. Ella, habitual en la prensa rosa de la época, se considera una “huérfana de una persona viva”, pues su padre –premio Nobel en 1936– apenas quiso saber de ella cuando abandonó a la familia para instalarse en París. Él marchará al ejército para “demostrar coraje para ganar prestigio a ojos de Oona”, y le seguirá escribiendo cartas aun sabiendo que ella jamás las leerá y que su vida pende de un hilo. Salinger, pura contradicción, “enamorado de Oona, escribe que hay que destruir al otro antes que terminar destruido uno mismo. Querer es demasiado peligroso”. Desde ese punto de vista, dice el narrador, Oona se salvó de sufrir por culpa de Salinger, y éste tenía la corazonada de que la joven no lo esperaría: “Lo que no le impidió quedar destrozado cuando su amada lo sustituyó por otro”.

Ese otro era por entonces un hombre con fama de mujeriego de cincuenta y cuatro años y que, como a Salinger, le gustaban las jovencitas, lo cual “le había causado no pocos problemas: juicios, escándalos, chismes”; por eso, la nueva relación de Chaplin “con la hija menor de Eugene O’Neill fue un escándalo nacional”; Charlot se había casado tres veces y en ese periodo tenía que enfrentarse además a una demanda por paternidad falsa por parte de una actriz. En paralelo, Salinger, muy lejos, jugándose el pellejo a diario, asciende a sargento, actúa en el contraespionaje y habla en el Ritz parisino con otro mito de la literatura americana, Ernest Hemingway (Salinger prefiere a Scott Fitzgerald), que le dirá por carta durante la guerra: “¡Qué feliz me hace leer sus relatos y qué pedazo de escritor me parece!”.

Publicado en La Razón, 28-I-2016