sábado, 23 de enero de 2016

El triunfo póstumo de Francisco Casavella

Empezó a lo grande, como si su primer título, “El triunfo”, tuviera que brindarle un éxito seguro, en 1990, al recibir el prestigioso premio Tigre Juan a la mejor novela inédita. Su carrera literaria acabaría con la obtención del premio Nadal, en enero de 2008, con “Lo que sé de los vampiros”. Y en medio de todo ello, su aclamada serie narrativa “El año del Watusi”, varios guiones cinematográficos, un potente trabajo como articulista en la prensa, una vida a la vez discreta pero entregada a la música, los bares, la noche, las calles, con ánimo tímido y a la vez risueño y cordial, y al fin, y sobre todo, un talento extraordinario que se reflejó en una prosa –se aislaba para ello en su casa de la localidad tarraconense de Roda de Barà– que enseguida recibió parabienes desde el mundo de la crítica. Un infarto de miocardio, con solamente cuarenta y cinco años se lo llevaría prematuramente, cuando estaba preparando una novela de la que ya tenía un centenar de prometedoras páginas. Se llamaba Francisco García Hortelano pero firmaba sus libros como Francisco Casavella, para evitar equívocos con el escritor, al que no le unía ningún vínculo, Juan García Hortelano. Para los amigos, era Francis.

A Casavella se le recuerda, fundamentalmente, por “El año del Watusi”, formada por las novelas –todo un fresco social de la historia de España reciente desde los tiempos de la Transición– “Los juegos feroces”, “Viento y joyas” y “El idioma imposible”, que se fueron publicando en la editorial Mondadori en los años 2002-03. Ahora, con prólogos de Kiko Amat, Miqui Otero y Carlos Zanón, tras negociaciones con la Agencia Balcells, aparecerá el libro tal como al autor le hubiera gustado, en un solo volumen, en Anagrama.

El enigma del Watusi

¿Pero qué se esconde detrás de este singular nombre? En alguna entrevista, Casavella se refirió –gesticulando mucho con las manos, escondiendo su ácida inteligencia y corrosivo sentido del humor tras su talante desenfadado– a las historias que le contaban en el barrio en el que nació, cerca de la ronda de Sant Antoni, en 1963, y de otras áreas colindantes como Poble Sec o Montjuic. (A su vez, “El triunfo” estaba ambientada en el Paralelo y el Raval, y recreaba la vida de barrio de gitanos y rumberos.) Historias de gentes que la oralidad convertía en leyendas y que tenían tantas versiones como individuos las contaran, que escucharía el niño Francis jugando en barrios marginales, el adolescente antes de entrar a trabajar como botones de una entidad financiera, el joven en su etapa como estudiante de derecho, que abandonó.

Ese prisma poliédrico, ese ambiente coral a pie de calle, donde lo canalla y lo noctámbulo se unen al afán de supervivencia, constituyen algunas de las señas de identidad de este “Watusi” que empieza con el crío Fernando Atienza descubriendo un cadáver, en los albores de la democracia española, y que acaba configurando una radiografía de la Barcelona preolímpica, cuando la acelerada modernización del país iría acompañada de oportunistas codiciosos y políticos sin escrúpulos, en paralelo a lo sórdido de toda gran ciudad, compuesta de drogadictos y prostitutas, perdedores y pícaros en busca de salvar el pellejo. El lector tendrá que encontrar al personaje Watusi en medio de una trama que no le dará tregua y que sirve –Casavella disfrutaba especialmente del periodo de documentación y notas sobre ideas que volcar en sus páginas futuras– como documento de tan alta calidad literaria como de espejo sociológico de una Barcelona que ya había recreado con maestría Juan Marsé.

El año del Nadal y la muerte

Éste, que según su biógrafo, en el reciente “Mientras llega la felicidad”, apreciaba mucho a Casavella, admiraba su forma de arriesgar al escribir, tildando su obra de “original y poderosa, que prometía situarse por encima de las tendencias que marca la veleidosa modistería”. Una opinión que sin duda albergarían buena parte de sus colegas, así como esta descripción que también el autor de “Últimas tardes con Teresa” compartió en una carta enviada a un programa televisivo que homenajeaba a Casavella: “Mirada afilada y sin concesiones, sus silencios tan elocuentes (…) sonrisa entre amarga y socarrona”. Su muerte, tan de improviso, solamente once meses después de obtener el premio Nadal, supuso una gran conmoción y un alud de comentarios elogiosos, si bien algunos escritores, en un ejercicio de eludir lo políticamente correcto, glosarían una figura algo autodestructiva y que arrastraba hábitos insanos e incluso “excesos” que podrían traerle agrias consecuencias.

El 2008 es el año de este “watusi” que gana el Nadal, pero también el año en que muere su padre, lo que le afecta profundamente; el año en que su popularidad se desborda con “Lo que sé de los vampiros” –novela que recrea en los claroscuros del Siglo de las Luces–, cuya promoción conoció de cerca la finalista, Eva Díaz Pérez, que escribió sobre su compañero que “no se parecía a esos escritores vanidosos demasiado atentos a la espuma de los días, a la repercusión mediática. Al contrario, huía de ese mundo de ególatras tan habitual en los saraos literarios. Era discreto, un autor muy serio y tenía un gran sentido del humor”. Un Casavella aquel vestido de negro, bromista y amable, fumador y cafetero, que le gustaba compartir silenciosamente un buen whisky y que se encontraba tan cómodo en la cultura “underground” y el pop como en la alta literatura, de la que ya forma parte póstumamente.

Publicado en La Razón, 17-I-2016