Empezó a lo
grande, como si su primer título, “El triunfo”, tuviera que brindarle un éxito
seguro, en 1990, al recibir el prestigioso premio Tigre Juan a la mejor novela
inédita. Su carrera literaria acabaría con la obtención del premio Nadal, en
enero de 2008, con “Lo que sé de los vampiros”. Y en medio de todo ello, su
aclamada serie narrativa “El año del Watusi”, varios guiones cinematográficos,
un potente trabajo como articulista en la prensa, una vida a la vez discreta
pero entregada a la música, los bares, la noche, las calles, con ánimo tímido y
a la vez risueño y cordial, y al fin, y sobre todo, un talento extraordinario
que se reflejó en una prosa –se aislaba para ello en su casa de la localidad
tarraconense de Roda de Barà– que enseguida recibió parabienes desde el mundo
de la crítica. Un infarto de miocardio, con solamente cuarenta y cinco años se
lo llevaría prematuramente, cuando estaba preparando una novela de la que ya
tenía un centenar de prometedoras páginas. Se llamaba Francisco García
Hortelano pero firmaba sus libros como Francisco Casavella, para evitar
equívocos con el escritor, al que no le unía ningún vínculo, Juan García
Hortelano. Para los amigos, era Francis.
A Casavella se
le recuerda, fundamentalmente, por “El año del Watusi”, formada por las novelas
–todo un fresco social de la historia de España reciente desde los tiempos de
la Transición– “Los juegos feroces”, “Viento y joyas” y “El
idioma imposible”, que se fueron publicando en la editorial Mondadori en los
años 2002-03. Ahora, con prólogos de Kiko Amat, Miqui Otero y Carlos Zanón,
tras negociaciones con la Agencia Balcells, aparecerá el libro tal como al
autor le hubiera gustado, en un solo volumen, en Anagrama.
El enigma del
Watusi
¿Pero qué se
esconde detrás de este singular nombre? En alguna entrevista, Casavella se
refirió –gesticulando mucho con las manos, escondiendo su ácida inteligencia y
corrosivo sentido del humor tras su talante desenfadado– a las historias que le
contaban en el barrio en el que nació, cerca de la ronda de Sant Antoni, en
1963, y de otras áreas colindantes como Poble Sec o Montjuic. (A su vez, “El
triunfo” estaba ambientada en el Paralelo y el Raval, y recreaba la vida de
barrio de gitanos y rumberos.) Historias de gentes que la oralidad convertía en
leyendas y que tenían tantas versiones como individuos las contaran, que
escucharía el niño Francis jugando en barrios marginales, el adolescente antes
de entrar a trabajar como botones de una entidad financiera, el joven en su
etapa como estudiante de derecho, que abandonó.
Ese prisma
poliédrico, ese ambiente coral a pie de calle, donde lo canalla y lo noctámbulo
se unen al afán de supervivencia, constituyen algunas de las señas de identidad
de este “Watusi” que empieza con el crío Fernando Atienza descubriendo un
cadáver, en los albores de la democracia española, y que acaba configurando una
radiografía de la Barcelona preolímpica, cuando la acelerada modernización del
país iría acompañada de oportunistas codiciosos y políticos sin escrúpulos, en
paralelo a lo sórdido de toda gran ciudad, compuesta de drogadictos y
prostitutas, perdedores y pícaros en busca de salvar el pellejo. El lector
tendrá que encontrar al personaje Watusi en medio de una trama que no le dará
tregua y que sirve –Casavella disfrutaba especialmente del periodo de
documentación y notas sobre ideas que volcar en sus páginas futuras– como
documento de tan alta calidad literaria como de espejo sociológico de una
Barcelona que ya había recreado con maestría Juan Marsé.
El año del Nadal
y la muerte
Éste, que según
su biógrafo, en el reciente “Mientras llega la felicidad”, apreciaba mucho a
Casavella, admiraba su forma de arriesgar al escribir, tildando su obra de
“original y poderosa, que prometía situarse por encima de las tendencias que
marca la veleidosa modistería”. Una opinión que sin duda albergarían buena
parte de sus colegas, así como esta descripción que también el autor de
“Últimas tardes con Teresa” compartió en una carta enviada a un programa
televisivo que homenajeaba a Casavella: “Mirada afilada y sin concesiones, sus
silencios tan elocuentes (…) sonrisa entre amarga y socarrona”. Su muerte, tan
de improviso, solamente once meses después de obtener el premio Nadal, supuso
una gran conmoción y un alud de comentarios elogiosos, si bien algunos
escritores, en un ejercicio de eludir lo políticamente correcto, glosarían una
figura algo autodestructiva y que arrastraba hábitos insanos e incluso
“excesos” que podrían traerle agrias consecuencias.
El 2008 es el
año de este “watusi” que gana el Nadal, pero también el año en que muere su
padre, lo que le afecta profundamente; el año en que su popularidad se desborda
con “Lo que sé de los vampiros” –novela que recrea en los claroscuros del Siglo
de las Luces–, cuya promoción conoció de cerca la finalista, Eva Díaz Pérez,
que escribió sobre su compañero que “no se parecía a esos escritores vanidosos
demasiado atentos a la espuma de los días, a la repercusión mediática. Al
contrario, huía de ese mundo de ególatras tan habitual en los saraos
literarios. Era discreto, un autor muy serio y tenía un gran sentido del
humor”. Un Casavella aquel vestido de negro, bromista y amable, fumador y
cafetero, que le gustaba compartir silenciosamente un buen whisky y que se
encontraba tan cómodo en la cultura “underground” y el pop como en la alta
literatura, de la que ya forma parte póstumamente.
Publicado en La Razón, 17-I-2016