Ya lo dijo Francis Scott Fitzgerald en uno de sus
artículos, «Mi ciudad perdida», cuando se refirió a los míticos años veinte en
estos términos: «Fue una época de milagros, fue una época de arte, fue una
época de excesos», poco antes de admitir que “de este periodo recuerdo haber
ido una tarde en taxi, entre edificios muy altos bajo un cielo malva y rosa; me
eché a llorar porque tenía todo lo que quería y sabía que no sería tan feliz
nunca más». Era la época del alcohol desmesurado, de las fiestas nocturnas
interminables, del jazz como ritmo de fondo de una sociedad que más allá de su
edad se dedicaba al derroche, al hedonismo. Colegas escritores de Fitzgerald,
gentes del mundo teatral neoyorquino, más hombres de las altas esferas
financieras o políticas, incluso criminales y mafiosos, y miles de individuos
anónimos recurrirían al placer femenino acudiendo al que sería el local de
prostitución más famoso durante más de dos décadas: el que regentaba Polly
Adler (1900-1962), cuyas extraordinarias memorias llegan ahora a nuestras
librerías.
“Una casa no es un hogar” (editorial El Desvelo; traducción
de Eva Gallud Jurado) es la oportunidad de conocer de primera mano el Manhattan
de ese periodo hasta la Segunda Guerra Mundial, y adentrarse en los intríngulis
de un establecimiento de prostitutas que llegó a tal celebridad que trascendió
al entorno de la prensa, la judicatura y la policía. Adler, una emigrante que
de niña se trasladó a Nueva York desde la localidad rusa de Yanow (cercana a la
frontera de Polonia y hoy perteneciente a Bielorrusia) y se empleó en un sinfín
de trabajos durísimos, por pura casualidad se haría madame como intermediaria espontánea
entre diversas chicas y hombres adinerados, pese a que enseguida fuera detenida
por la policía. Una mujer hecha a sí misma desde que otea en el barco lo que
llama la Tierra Dorada, con la Dama Americana (la Estatua de la Libertad)
dándole la bienvenida.
Tras esa primera detención por ser responsable de una casa de citas y ser
fichada como proxeneta –sería liberada por falta de pruebas–, Adler afrontará
su negocio “de manera más empresarial”, frecuentando clubes nocturnos para
informar a camareros y encargados de su burdel, cuya tarifa por otra parte
elevaría bastante para conseguir el máximo de dinero en poco tiempo, pese a que
tal cosa implicara trabajar veinticuatro horas al día, atendiendo al teléfono
en cualquier momento, y dándose cuenta, en definitiva, “de la cantidad de
quehaceres que conllevaba preparar una velada de placer”.
La adicción al dinero
Entre las numerosas cualidades de estas memorias, que por momentos parecen
un relato de cine negro, destaca el elemento sociológico e histórico. “Hoy en
día, cuando pensamos en los años veinte, siempre lo recordamos como un periodo
de prosperidad pero durante los primeros años de la década fueron duros”,
afirma la madame rusa, que evoca aquella época de recesión en que miles de
pequeños negocios se fueron cerrando. El suyo se mantendría pese al estrés de
estar pendiente de posibles redadas, y no obstante, «fueron esas primeras
redadas las que me enseñaron a ser cautelosa y fueron responsables en gran
medida de conseguir lo que “The New York Times” después definiría como “la
astucia y prosperidad que permitieron a Polly Adler dirigir un burdel durante
quince años antes de conseguir que un arresto se sostuviera”». De hecho, los
periódicos hablarán de ella continuamente, relacionándola con asuntos turbios
en torno a jueces, miembros de la brigada policial, gánsteres y bohemios de
todo tipo.
Pero ¿cómo era un local de prostitutas en el Nueva York de los años veinte
y treinta? Pues la mayoría tenía decoración “francesa, Luis XV y Luis XVI, que
es algo tradicional en un burdel”, y el de Adler, además de esto, mostraba una
mezcla de estilos, con objetos de tipo egipcio y chino que años más tarde la
propia Adler calificará de ridícula pero que le servía para dar carácter tan elitista
como mundano a su propósito: que su nombre y la expresión “ir donde Polly”
fuera sinónimo de practicar “el deporte de interior más popular del mundo”. La
madame ya había convertido su casa en su vida entera, y el boca-oreja en la
ciudad funcionaba y revertía en más y más clientes, lo que alimentaba el deseo
de Adler de conseguir dinero suficiente, con veinticuatro años, para cerrar el
local y conseguir un marido. Algo que no sucedería pese a enamorarse de un
miembro de una orquesta con quien no se querrá casar para evitar que fuera
víctima de las pullas por juntarse con una madame, y tener además como
pretendiente a una estrella de cine. Como en una adicción imposible de evitar,
la autora irá entendiendo que el negocio de la prostitución no entendía de
crisis y que “difícilmente habría escogido una época mejor en la que ser
madame”, llena de golferío, derroche y embriaguez, en la que el único pecado
imperdonable, según sus palabras, era ser pobre.
La codicia del dinero lo gobernará todo: la decisión de innumerables chicas
que recurren a Polly en busca de una ocupación temporal que no será tal, pues
se extenderá en el tiempo y en muchas ocasiones acabará en problemas de drogas
o alcoholismo; los hombres que, tras el crac del 29 o la Segunda Guerra, buscarán
consuelo evasivo en su prostíbulo; los policías corruptos que reciban unos
dólares a cambio de cerrar el pico; los gánsteres, mafiosos y contrabandistas
que usarán la Ley Seca para disfrutar de sus días más prósperos…
En continuo peligro
Esta situación en la que la relación con todo tipo de gente estaba basada
tanto en lo económico implicará continuos peligros. Aparte de las redadas y los
calabozos por los que pasó, Adler tendría que vérselas con matones que la
agredirían gravemente y con la sombra permanente de verse vigilada y a punto de
ser arrestada. Pero ello no parecerá disuadirla, sino hacer evolucionar su
negocio en pos de sobrevivir, como cuando fue restringiendo más su clientela “a
las esferas superiores de la vida social, financiera, literaria y teatral. Como
resultado, mi casa comenzó a tener la atmósfera especial que la haría única
entre los burdeles contemporáneos. Se convirtió en lugar de reunión de
intelectuales y magnates de los negocios y hombres con altos puestos en el
gobierno, así como vividores y vástagos de riquezas heredadas”. En este
sentido, son muy ilustrativas todas las explicaciones que da Adler, una gran
observadora de la psicología humana, para justificar por qué y cómo muchos
hombres atractivos y de buena cuna iban paradójicamente a su establecimiento,
que ya era tanto un prostíbulo como un bar clandestino con el que se hizo de
oro.
Por cada chica que aceptaba, tenía que rechazar a cuarenta, dice. Sin
tapujos, pero tampoco con morbosidad alguna, Adler detalla su vínculo con
muchas mujeres a las que dio trabajo o ayudó de alguna manera, siempre con la
conciencia clara de que una puta “es un producto de nuestra llamada cultura”,
como lo es un profesor o un limpiabotas; aunque en su caso se sufriera todo un
círculo vicioso: gastarse el dinero ganado como excusa para seguir en el
negocio. Un negocio que conoció y –a tenor de este libro– explicó como nadie
esta inmigrante judía que hasta se puso a estudiar en su edad madura para ser
capaz de expresarse mejor en su lengua de adopción.
Publicado en La Razón, 31-I-2016