jueves, 10 de marzo de 2016

De aquella pobreza, esta genialidad

Hijo de gente del teatro londinense, que sufrirá la miseria extrema, tendrá que ingresar en un orfanato, entrará en el espectáculo del vodevil de casualidad y, tras una gira por Estados Unidos, encontrará el éxito muy pronto, lo que le llevará a ser multimillonario. Y además, con el mérito de integrarse en la industria escribiendo, dirigiendo y protagonizando sus propias obras, relacionándose con lo más granado de la sociedad en ambos lados del océano. Ese fue Charles Chaplin (1889-1977), que no pudo moverse en todo el planeta sin ser el centro de todas las miradas, preguntas y flashes; ejemplo de ello serían las alrededor de cien cartas que recibía a diario de admiradoras con sólo veintipocos años, que eran contestadas y archivadas por una secretaria contratada a tal efecto. Y es que, como cuenta en su “Autobiografía”: “A pesar de que yo sabía la magnitud de mi éxito en Los Ángeles por las largas colas ante las taquillas, no era consciente del que estaba obteniendo en otras partes. En Nueva York se vendían juguetes y estatuillas de mi personaje en todos los almacenes y las tiendas”.

Al leer a Chaplin, la sensación que da es que parecía ser el primero en sorprenderse de lo que conllevaba ser quien era; un hombre que enseguida pasó a ser sinónimo de ganancia económica para quien quería invertir en su imagen, y en sinónimo de glamour para aquellos poderosos que quisieron conocerlo: presidentes, reyes, intelectuales y científicos de talla mundial. Sus propias memorias son una ocasión para pasearse por los salones más afamados y escuchar a los personajes más influyentes de su época. Pero tal vez todos los potentados con los que se relacionó se sorprendieran en grado sumo de haber sabido que Chaplin llegó tan lejos teniendo el hándicap de un origen social y unas circunstancias familiares en su natal Londres extremadamente desgracias. De ello se ocupa al principio este libro de Peter Ackroyd (traducción de Tomás Fernández Aúz y Beatriz Eguibar) al describir las condiciones de vida de los barrios pobres de la capital británica; y nadie mejor documentado para hacerlo, pues no en balde es autor de la mastodóntica «Londres. Una biografía».

Arrabales de mala muerte

Ackroyd habla del sur de Londres que vería nacer a Chaplin como de una zona “sucia y descuidada”, lejos del bullicio del otro lado del Támesis, con fábricas y olores repugnantes por doquier, con casas hacinadas de personas y mujeres que se veían obligadas a prostituirse para ganarse unas libras, incluida, aunque es una conjetura, la propia madre del futuro actor. Ackroyd habla del padrastro de Charlie, llamado Charles Chaplin, que se separó de su esposa y moriría borracho, y de cómo el futuro actor cambiaba de lugar de residencia y se introducía en el mundillo de la actuación de forma improvisada. Aquí surge un niño solo, desamparado, con una madre que arrastraba problemas mentales que harían que la internaran durante diecisiete años por demencia y que marcaría el carácter, las relaciones y hasta el cine de su hijo. “Chaplin nunca confió realmente en las mujeres. Le acució siempre el temor de la pérdida y el abandono, el miedo a ser despreciado y herido (…) Con sus amantes solía mostrarse suspicaz, problemático y agrio”, explica Ackroyd.

Pero la fortaleza y la autoconfianza del que se transformará en Charlot fueron extraordinarias, consiguiendo revertir la situación, como todo gran artista, usándola creativamente, haciéndola “parte integrante del personaje al que daba vida en pantalla. El Pequeño Vagabundo, Charlot, revela ser muy a menudo un individuo distante e invencible. Siempre se levanta y se pierde garbosamente en la distancia. En ese sentido, Charlot da muestras de una energía y una determinación indomables. Rara vez inspira lástima al espectador”. Muchas de las historias que protagonizará, en efecto, serán las de alguien que pretende sobrevivir en un mundo en que la autoridad es el objetivo a burlar o eludir. En este sentido, la observación de los mendigos cómicos en las pantomimas londinenses, tras dejar la escuela, y su trabajo de bailarín profesional, serán clave para forjar su inmortal personaje.

Triunfo en Estados Unidos

Con el habitual tono de Ackroyd de amenidad, claridad y rigor documental, el libro sigue los pasos de un Chaplin que tendrá su gran punto de inflexión en el año 1913, tras recibir inmejorables criticas teatrales en Inglaterra en compañía de su hermano Sydney. En ese año, vivirá un gran éxito en una gira por Estados Unidos, y recibirá una oferta irrechazable cuando él ya estaba intuyendo que el cine iba a ser ya preponderante. A cada paso, Ackroyd intenta captar la personalidad del genio, por ejemplo recurriendo a los comentarios de su compañero Stan Laurel (“el Flaco” de la famosa pareja) para acabar concluyendo que “nunca dejaba de representar algún papel: le era preciso hacerlo para encontrarse a sí mismo. (…) Actuaba con enorme vehemencia y sentimiento en el escenario, pero fuera de él se mostraba a menudo reservado y taciturno”.

Tal actitud concuerda con lo que el propio Chaplin dice en dos recientes libros publicados por la editorial Confluencias, uno de un viaje promocional y otro de conversaciones, en los que reconoce su nerviosismo ante la recepción de su siguiente película y su miedo a fracasar. Ackroyd adivina el ánimo de su biografiado tras cada película, tras cada relación amorosa hasta alcanzar la estabilidad con Oona O’Neill, y completa un libro perfecto sobre este “londinense de pura cepa”, “gran visionario” que llegó a ser “el hombre más famoso de la tierra”. 

Publicado en La Razón, 10-III-2016