Hijo de gente del teatro londinense, que
sufrirá la miseria extrema, tendrá que ingresar en un orfanato, entrará en el
espectáculo del vodevil de casualidad y, tras una gira por Estados Unidos,
encontrará el éxito muy pronto, lo que le llevará a ser multimillonario. Y
además, con el mérito de integrarse en la industria escribiendo, dirigiendo y
protagonizando sus propias obras, relacionándose con lo más granado de la sociedad
en ambos lados del océano. Ese fue Charles Chaplin (1889-1977), que no pudo
moverse en todo el planeta sin ser el centro de todas las miradas, preguntas y
flashes; ejemplo de ello serían las alrededor de cien cartas que recibía a
diario de admiradoras con sólo veintipocos años, que eran contestadas y
archivadas por una secretaria contratada a tal efecto. Y es que, como cuenta en
su “Autobiografía”: “A pesar de
que yo sabía la magnitud de mi éxito en Los Ángeles por las largas colas ante
las taquillas, no era consciente del que estaba obteniendo en otras partes. En
Nueva York se vendían juguetes y estatuillas de mi personaje en todos los
almacenes y las tiendas”.
Al leer a Chaplin, la sensación que da es que
parecía ser el primero en sorprenderse de lo que conllevaba ser quien era; un
hombre que enseguida pasó a ser sinónimo de ganancia económica para quien
quería invertir en su imagen, y en sinónimo de glamour para aquellos poderosos
que quisieron conocerlo: presidentes, reyes, intelectuales y científicos de
talla mundial. Sus propias memorias son una ocasión para pasearse por los
salones más afamados y escuchar a los personajes más influyentes de su época.
Pero tal vez todos los potentados con los que se relacionó se sorprendieran en
grado sumo de haber sabido que Chaplin llegó tan lejos teniendo el hándicap de
un origen social y unas circunstancias familiares en su natal Londres
extremadamente desgracias. De ello se ocupa al principio este libro de Peter
Ackroyd (traducción de Tomás Fernández Aúz y Beatriz Eguibar) al describir las
condiciones de vida de los barrios pobres de la capital británica; y nadie
mejor documentado para hacerlo, pues no en balde es autor de la mastodóntica «Londres.
Una biografía».
Arrabales de mala muerte
Ackroyd habla
del sur de Londres que vería nacer a Chaplin como de una zona “sucia y
descuidada”, lejos del bullicio del otro lado del Támesis, con fábricas y
olores repugnantes por doquier, con casas hacinadas de personas y mujeres que
se veían obligadas a prostituirse para ganarse unas libras, incluida, aunque es
una conjetura, la propia madre del futuro actor. Ackroyd habla del padrastro de
Charlie, llamado Charles Chaplin, que se separó de su esposa y moriría
borracho, y de cómo el futuro actor cambiaba de lugar de residencia y se
introducía en el mundillo de la actuación de forma improvisada. Aquí surge un
niño solo, desamparado, con una madre que arrastraba problemas mentales que
harían que la internaran durante diecisiete años por demencia y que marcaría el
carácter, las relaciones y hasta el cine de su hijo. “Chaplin nunca confió
realmente en las mujeres. Le acució siempre el temor de la pérdida y el
abandono, el miedo a ser despreciado y herido (…) Con sus amantes solía
mostrarse suspicaz, problemático y agrio”, explica Ackroyd.
Pero la
fortaleza y la autoconfianza del que se transformará en Charlot fueron
extraordinarias, consiguiendo revertir la situación, como todo gran artista,
usándola creativamente, haciéndola “parte integrante del personaje al que daba
vida en pantalla. El Pequeño Vagabundo, Charlot, revela ser muy a menudo un
individuo distante e invencible. Siempre se levanta y se pierde garbosamente en
la distancia. En ese sentido, Charlot da muestras de una energía y una
determinación indomables. Rara vez inspira lástima al espectador”. Muchas de
las historias que protagonizará, en efecto, serán las de alguien que pretende
sobrevivir en un mundo en que la autoridad es el objetivo a burlar o eludir. En
este sentido, la observación de los mendigos cómicos en las pantomimas
londinenses, tras dejar la escuela, y su trabajo de bailarín profesional, serán
clave para forjar su inmortal personaje.
Triunfo en Estados Unidos
Con el
habitual tono de Ackroyd de amenidad, claridad y rigor documental, el libro sigue
los pasos de un Chaplin que tendrá su gran punto de inflexión en el año 1913,
tras recibir inmejorables criticas teatrales en Inglaterra en compañía de su
hermano Sydney. En ese año, vivirá un gran éxito en una gira por Estados
Unidos, y recibirá una oferta irrechazable cuando él ya estaba intuyendo que el
cine iba a ser ya preponderante. A cada paso, Ackroyd intenta captar la
personalidad del genio, por ejemplo recurriendo a los comentarios de su
compañero Stan Laurel (“el Flaco” de la famosa pareja) para acabar concluyendo
que “nunca dejaba de representar algún papel: le era preciso hacerlo para
encontrarse a sí mismo. (…) Actuaba con enorme vehemencia y sentimiento en el
escenario, pero fuera de él se mostraba a menudo reservado y taciturno”.
Tal actitud concuerda con lo que el propio Chaplin
dice en dos recientes libros publicados por la editorial Confluencias, uno de un viaje promocional y
otro de conversaciones, en los que reconoce su nerviosismo ante la recepción de su siguiente
película y su miedo a fracasar. Ackroyd adivina el ánimo de su biografiado tras
cada película, tras cada relación amorosa hasta alcanzar la estabilidad con
Oona O’Neill, y completa un libro perfecto sobre este “londinense de pura
cepa”, “gran visionario” que llegó a ser “el hombre más famoso de la tierra”.
Publicado en La Razón, 10-III-2016