martes, 22 de marzo de 2016

Guía para visitar "Utopía" (a los quinientos años de la publicación de la obra de Tomás Moro)


“Ou”, que significa “no”; “topos”, que significa “lugar”. Con estas palabras griegas Tomás Moro acuñó el término “utopía”, es decir, un “no lugar”. Utopía en efecto no existe, no está en ningún sitio, porque es ideal, sus habitantes respetan las leyes en completa armonía. Hoy, el diccionario de la Real Academia Española, dice que una utopía es un «plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que aparece como irrealizable en el momento de su formulación». El neologismo de este jurista inglés bebía del recién viaje de Colón, pues no en vano ubicaba a Utopía en una isla perfecta de América, pero sobre todo sus antecedentes habría que encontrarlos en textos como «La República», de Platón, «La vida de Licurgo», de Plutarco, o «La Ciudad de Dios», de san Agustín. En este sentido, según Fernando Savater, “lo nuevo del libro de Moro no sólo es proponer una solución imaginativa a problemas reales, sino señalar con rigor (¡y coraje!) los defectos estructurales que resultan enmendados en la sociedad. (…) No inventa lo que hay, sino que enfrenta lo que hay con lo que debería haber”.

En esto se diferenciaba de lo que Platón creó entre los años 389 y 369 a. C., cuestionando en “La República” el sistema de gobierno de su ciudad, que no era otro que la democracia, a tal punto desorganizada por culpa de la guerra contra Persia, que acabó por concebir una sociedad en la que imperaba la justicia desde todos los puntos de vista; algo que, en su opinión, no proporcionaba el pensamiento democrático, que había ido degenerado hasta convertirse en una caricatura de sí mismo. El filósofo ateniense había pensado que el ciudadano debía asumir el poder de los gobernantes al quedar éstos desprestigiados por sus intenciones sospechosas y estar alejados de lo que debía ser su punto de partida: hacer mejor a cada una de las personas que vivían bajo su dirección. En busca de un mejor civismo, Platón propone que el Estado desaparezca frente al buen hacer colectivo de las personas, portadoras del bien filosófico, tal como había soñado Sócrates. El resultado será la repartición de tareas, la labor de guardianes o militares que pondrán orden, la inexistencia de la familia como tal –lo contrario que expondrá Moro, para quien se trata del elemento esencial de la sociedad–, pues todo se comparte, de tal modo que no hay derecho a poseer una casa, evitando así los dos extremos más peligrosos para la armonía de la convivencia: la riqueza y la indigencia.

A este respecto, Pedro Voltes, traductor de Moro, dice que éste fue un paso más allá que Platón al añadir “de su propia cosecha dos notas que completan y humanizan el paisaje un tanto árido y teórico de la república platónica: el solidísimo sentido común, que hace descender el discurso al terreno de lo aconsejable y provechoso; y la sutil pimienta humanista”. Ciertamente, sería un escrito lleno de fantásticas afirmaciones, y por lo tanto de diversas lecturas; incluso el propio Moro, como explica Voltes, lo unió a “Elogio de la locura”, de su amigo Erasmo de Róterdam, para hablar de ambos como “libros que merecen ser quemados antes que traducidos, pues los tiempos se prestan a su mala interpretación”. ¿Era pues una obra cómica, poética (es decir, de imaginación), fantasiosa, satírica, un mero divertimento? El lector actual tendrá la oportunidad de discernir el alcance de las diatribas de Moro, decirse si en efecto un lugar de paz y sosiego tiene que ver con que no haya abogados y se respete a las personas por sus dones espirituales y no materiales, y tal vez responderse lo que lanzaba Paul Turner, en la introducción de la edición inglesa de la obra: “¿Cómo puede un católico devoto haber abogado por cosas tales como la eutanasia, el matrimonio de los sacerdotes y el divorcio por mutuo consentimiento en base a la incompatibilidad de caracteres?” De hecho, entre los utopianos no se considera que haya un Dios creador de todas las cosas, si bien la tolerancia a las creencias divinas e absoluta.

Para asimilar las ideas de Moro, que pudieran extenderse a toda época en la que se lleven la palma las corruptelas políticas, no está de más asomarse a la primera traducción que de “Utopía” se hizo en España, en 1637 (cabe recordar que el original está escrito en latín, “Libellus… De optimo reipublicae statu, deque nova insula Vtopiae”; “Del estado ideal de una república en la nueva isla de Utopía”), obra de un hidalgo cordobés amigo de Quevedo. Precisamente, éste aportó una «Noticia, juicio y recomendación de la “Utopía” y de Tomás Moro» en la que habló del ingenio y erudición del autor y ofreció su teoría: “Yo me persuado que fabricó aquella política contra la tiranía de Inglaterra, y por eso hizo isla su idea, y juntamente reprehendió los desórdenes de los más de los príncipes de su edad”. El libro II, en que describe el país, pero se escribió antes que el I, lo redactó en Flandes, donde había sido enviado por el rey Enrique VIII; allí, lejos del poder, formuló la voz del navegante Rafael Hythlodeo en esa isla de la Atlántida (el libro I lo escribiría a su vuelta, en Londres, y sería la descripción de la vida social inglesa y su injusta distribución de riquezas) que por así decirlo compuso el rey Utopus al hacer construir una tierra que le separara del continente. Una isla en que todo es mejor que la sociedad que le tocó padecer a Moro, más pragmática y deseosa de repartir los bienes comunes sabedora de que todos los males proceden tanto de la propiedad privada –no han faltado los que han calificado a Moro de precomunista– como del, por decirlo con las palabras de su admirador Quevedo, poderoso caballero don dinero.

Publicado en La Razón, 20-III-2016