“Ou”, que
significa “no”; “topos”, que significa “lugar”. Con estas palabras griegas
Tomás Moro acuñó el término “utopía”, es decir, un “no lugar”. Utopía en efecto
no existe, no está en ningún sitio, porque es ideal, sus habitantes respetan
las leyes en completa armonía. Hoy, el diccionario de la Real Academia
Española, dice que una utopía es un
«plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que aparece como irrealizable en
el momento de su formulación». El neologismo de este jurista inglés bebía del
recién viaje de Colón, pues no en vano ubicaba a Utopía en una isla perfecta de
América, pero sobre todo sus antecedentes habría que encontrarlos en textos
como «La República», de Platón, «La vida de Licurgo»,
de Plutarco, o «La Ciudad de Dios», de san Agustín. En este sentido, según
Fernando Savater, “lo nuevo del libro de Moro no sólo es proponer una solución
imaginativa a problemas reales, sino señalar con rigor (¡y coraje!) los
defectos estructurales que resultan enmendados en la sociedad. (…) No inventa
lo que hay, sino que enfrenta lo que hay con lo que debería haber”.
En esto se diferenciaba de lo que
Platón creó entre los años 389 y 369
a . C., cuestionando en “La República” el sistema de
gobierno de su ciudad, que no era otro que la democracia, a tal punto desorganizada
por culpa de la guerra contra Persia, que acabó por concebir una sociedad en la
que imperaba la justicia desde todos los puntos de vista; algo que, en su
opinión, no proporcionaba el pensamiento democrático, que había ido degenerado
hasta convertirse en una caricatura de sí mismo. El filósofo ateniense había
pensado que el ciudadano debía asumir el poder de los gobernantes al quedar éstos
desprestigiados por sus intenciones sospechosas y estar alejados de lo que
debía ser su punto de partida: hacer mejor a cada una de las personas que vivían
bajo su dirección. En busca de un mejor civismo, Platón propone que el Estado
desaparezca frente al buen hacer colectivo de las personas, portadoras del bien
filosófico, tal como había soñado Sócrates. El resultado será la repartición de
tareas, la labor de guardianes o militares que pondrán orden, la inexistencia
de la familia como tal –lo contrario que expondrá Moro, para quien se trata del
elemento esencial de la sociedad–, pues todo se comparte, de tal modo que no
hay derecho a poseer una casa, evitando así los dos extremos más peligrosos
para la armonía de la convivencia: la riqueza y la indigencia.
A este
respecto, Pedro Voltes, traductor de Moro, dice que éste fue un paso más allá
que Platón al añadir “de su propia cosecha dos notas que completan y humanizan
el paisaje un tanto árido y teórico de la república platónica: el solidísimo
sentido común, que hace descender el discurso al terreno de lo aconsejable y
provechoso; y la sutil pimienta humanista”. Ciertamente, sería un escrito lleno
de fantásticas afirmaciones, y por lo tanto de diversas lecturas; incluso el
propio Moro, como explica Voltes, lo unió a “Elogio de la locura”, de su amigo
Erasmo de Róterdam, para hablar de ambos como “libros que merecen ser quemados
antes que traducidos, pues los tiempos se prestan a su mala interpretación”.
¿Era pues una obra cómica, poética (es decir, de imaginación), fantasiosa,
satírica, un mero divertimento? El lector actual tendrá la oportunidad de
discernir el alcance de las diatribas de Moro, decirse si en efecto un lugar de
paz y sosiego tiene que ver con que no haya abogados y se respete a las
personas por sus dones espirituales y no materiales, y tal vez responderse lo
que lanzaba Paul Turner, en la introducción de la edición inglesa de la obra:
“¿Cómo puede un católico devoto haber abogado por cosas tales como la
eutanasia, el matrimonio de los sacerdotes y el divorcio por mutuo
consentimiento en base a la incompatibilidad de caracteres?” De hecho, entre
los utopianos no se considera que haya un Dios creador de todas las cosas, si
bien la tolerancia a las creencias divinas e absoluta.
Para asimilar
las ideas de Moro, que pudieran extenderse a toda época en la que se lleven la
palma las corruptelas políticas, no está de más asomarse a la primera
traducción que de “Utopía” se hizo en España, en 1637 (cabe recordar que el
original está escrito en latín, “Libellus… De optimo reipublicae statu, deque nova insula Vtopiae”; “Del estado ideal de una república en la nueva isla de Utopía”), obra de un hidalgo cordobés
amigo de Quevedo. Precisamente, éste aportó una «Noticia, juicio y
recomendación de la “Utopía” y de Tomás Moro» en la que habló del ingenio y
erudición del autor y ofreció su teoría: “Yo me persuado que fabricó aquella
política contra la tiranía de Inglaterra, y por eso hizo isla su idea, y
juntamente reprehendió los desórdenes de los más de los príncipes de su edad”.
El libro II, en que describe el país, pero se escribió antes que el I, lo
redactó en Flandes, donde había sido enviado por el rey Enrique VIII; allí,
lejos del poder, formuló la voz del navegante Rafael Hythlodeo en esa isla de
la Atlántida (el libro I lo escribiría a su vuelta, en Londres, y sería la
descripción de la vida social inglesa y su injusta distribución de riquezas)
que por así decirlo compuso el rey Utopus al hacer construir una tierra que le
separara del continente. Una isla en que todo es mejor que la sociedad que le
tocó padecer a Moro, más pragmática y deseosa de repartir los bienes comunes
sabedora de que todos los males proceden tanto de la propiedad privada –no han
faltado los que han calificado a Moro de precomunista– como del, por decirlo
con las palabras de su admirador Quevedo, poderoso caballero don dinero.
Publicado en La Razón, 20-III-2016