miércoles, 2 de marzo de 2016

Viena y la cuestión judía


Sionismo y antisemitismo. Vieja Europa y advenimiento de la modernidad. El mundo de la seguridad, como lo llamó Stefan Zweig en sus memorias, frente al incipiente estallido de la más cruenta violencia. Y, como eje vertebrador, la Viena de los años de la belle époque –el periodo que iría desde 1870 hasta la Gran Guerra– que vería el surgimiento de las teorías de Sigmund Freud, que escucharía las impactantes partituras de Arnold Schönberg, que leería la literatura psicológica de Arthur Schnitzler o seguiría con asombro el rabioso periodismo de Karl Kraus. Es lo que retrata de modo formidable Jacques Le Rider, intelectual de origen griego pero adopción francesa, en éste, libro de 2013 traducido por Laura Claravall.

Le Rider habla de esa metrópoli danubiana cuyos cambios demográficos durante el último cuarto del siglo XIX, dice en la introducción, la transformaron en una «Jerusalén del exilio»; una ciudad que, ante la llegada masiva de inmigrantes judíos, vive «un verdadero choque de culturas» entre los judíos de viejo cuño y, a los ojos de éstos, los nuevos casi «exóticos». A ello, explicará el autor, se le añadirá el antisemitismo que «se erige en un verdadero código cultural», incluso respaldado desde la alcaldía. Y respaldando este contexto social, aparecerán los autores citados, junto con el joven talentoso Hugo von Hofmannsthal, el antijudío, homófobo y suicida en 1903 Otto Weininger –figura de culto para estudiantes de entonces como Ludwig Wittgenstein– o Gustav Mahler, tan identificado con la identidad judía.

Tal galería de grandes personalidades del mundo cultural vienés tiene el aliciente, además, de completarse con artistas igualmente interesantes que no han trascendido para nosotros, como Felix Salten y Richard Beer-Hofman, representantes, con Hofmannsthal a la cabeza, de lo que Le Rider llama «la Joven Viena literaria». En concreto, Salten, que se convertirá en uno de los periodistas más importantes de la ciudad, amén de libretista y guionista de cine, hablará en artículos de prensa sobre «la cuestión judía» en términos del sufrimiento padecido a causa de los estereotipos antisemitas que se iban desarrollando por doquier y que él había vivido en carne propia desde niño. Tiempo más tarde, hasta el propio Freud le escribirá una carta para felicitarle por otro artículo, esta vez sobre el alcalde antisemita Karl Lueger, remarcándole que se siente «ciudadano de Viena» (había nacido en un pueblo de Moravia, hoy en la República Checa).

Este ejemplo sirve para ilustrar el apego del habitante para con su lugar de cultura y religión que, sin embargo, se transformará en huida ante el acoso nazi en los años treinta: el psicoanalista a Londres; Salten a Zúrich. Por no hablar de Zweig, que se refugia en suelo americano y acaba quitándose la vida. Muchos judíos, frente a esta situación de hostilidad, se verían obligados a disimular su condición. El pintor Alfred Roller, refiere Le Rider, dice que Mahler «había “superado” su judeidad del mismo modo que se corrige un defecto o se contrarresta una capacidad», aunque el músico no escondiera su origen en ningún momento. Otros como Schönberg no tolerarán ningún ultraje, y hasta su identidad se pondrá de manifiesto en una música que tiene tanto de tradición alemana como de innovación absoluta: el dodecafonismo que, según algún crítico, estaría metafóricamente en la «esfera de la ética hebraica».

Publicado en La Razón, 25-II-2016