Hace más de treinta años, el traductor Francisco Uriz decía en
su edición del «Teatro escogido» de August Strindberg: «En el otoño de 1894
llega a París con la intención de conquistar la ciudad, tan-to en el terreno
literario como en el científico. Pero lo que le espera es un largo periodo de
soledad y miseria, en el que sufre la más profunda crisis de su vida, la que
llamó «crisis de Inferno». De aquella visita surgiría precisamente su obra
«Inferno», en la que Dios adopta, en el breve diálogo con el que daba inicio,
la figura de hacedor cruel que inventa problemas para la humanidad frente a un
indignado Lucifer. Tal cambio de papeles suponía una premisa simbólica para lo
que acontecería después: un relato de un químico y escritor que buscaba
alejarse de todo, incluso de su mujer y sus hijos. Una huida demente, en aquel
caso, en la que su protagonista adivinaba «la existencia de una mano invisible
que dirige la lógica inexorable de los acontecimientos».
Strindberg se refería a la funesta Providencia, que lo gobierna
todo, quedando convencido de que la muerte le perseguía; un temor que le
incitaba a apuntar mínimos movimientos convertidos de repente en convulsiones
anímicas, extractos de sus sueños, a la vez que descubría «Los arcanos
celestiales», la principal obra teológica de Emanuel Swedenborg. Todo un
descubrimiento para el demente Strindberg, que ya entrevía una crisis religiosa
condimentada con el abuso de estimulantes, ajenjo y bromuro potásico: el
científico y místico sueco del siglo XVIII le confirmaba que el infierno estaba
en la tierra. De modo que Jordi Guinart ha elegido el título más apropiado para
su biografía del autor de Estocolmo con esa referencia a lo infernal.
Y es que en «Strindberg. Desde el infierno», en verdad se podrá
conocer a un artista que desciende a abismos del inconsciente y la locura hasta
límites insospechados. Al poco de estrenar sus dramas «El padre» y «La señorita
Julia», en 1896, volverá a escapar, en esta ocasión a Berlín para ver a su
familia y, perseguido por un asesino invisible, al sur de Suecia, donde hallará
una cierta calma para escribir su «Inferno». Solamente tres años antes, y
también en París, su amigo Edvard Munch –le unió además el amor por una misma
mujer– había reflejado en un lienzo la esquizofrenia, al individuo perdido que,
sin saber encajar en la sociedad, se vuelve vagabundo de cuerpo y espíritu, en
el cuadro «El grito».
Strindberg podría ser ese mismo hombre que oía voces y
chillidos a su alrededor y que del infierno íntimo, de la demencia, haría arte
y, en multitud de ocasiones, literatura autobiográfica a partir de las tres
grandes relaciones que mantuvo y que acabarían en divorcio. Por ejemplo: «Si
atendemos a la lectura de “Alegato de un loco”, la vida matrimonial de los
Strindberg fue un infierno “conspiranoico” casi desde el principio. Él
describió a su caprichosa mujer [Siri von Essen, de cuna noble y actriz; casada
con ella en los años 1877-1991] como una lunática de carácter entre malsano y
juguetón», y hasta llegó a apuntarla con una pistola a raíz de una fuerte
discusión.
La literatura no era suficiente para la creatividad de
Strindberg, como vimos hace escasas fechas en «August Strindberg. Escritor,
pintor y fotógrafo» (Nórdica). En él, se reproducía un cuadro también titulado
«Inferno», de 1901, y otros muchos donde se captaba al escritor visionario,
moderno, anticipador. Como en la obra que hoy se podía catalogar de expresionista-abstracta
que, en 1893, le regaló a la que pronto se convertiría en su segunda esposa,
Frida Uhl: «La noche de los celos». A Siri, en una carta, le había dicho al
inicio de su relación: «¡Querida mía! Cree usted que no tiene talento; cree que
tener talento es tener buena cabeza, inteligencia –de ninguna manera–; yo no
tengo la inteligencia más aguda, pero sí el fuego: mi fuego es el mayor de
Suecia y, “si usted quiere”, yo le prenderé fuego a toda esta guarida
miserable».
Guinart sigue de forma estupenda las cenizas de esas etapas en
las que los aliados del escritor van a ser la telepatía, la brujería y la
alquimia, y previamente las de su formación: la niñez, en una casa con once
hermanos , y la juventud, «periodo crítico durante el cual trató de encontrar
su papel en la vida» y que dieron como resultado «El hijo de la sierva» y
«Fermentación. Historia de un alma», «escritos con tanta espontaneidad que
parecen redactados en tiempo real, como un diario. Son dos magníficos ejemplos
del estilo Strindberg: pasión desmedida, prosa directa y arrebatadora y una
sinceridad extrema que flirtea con lo impúdico». Una definición acertada de la
literatura de Strindgberg, así como la explicación de que «el drama al servicio
de la vida fue una de sus herramientas favoritas para presentarse ante la
sociedad y construir un personaje atormentado», e incluso al comienzo estos
«niveles dramáticos con los que ilustró su vida (...) le sirvieron para
criticar a autoridades, miembros de la realeza o instituciones como la familia o
la escuela». La biografía es la crónica de un rebelde precoz y genial que le
fue imposible salirse de su infierno inventado, sólo apaciguado por una
escritura que, jamás llegaría a exorcizar sus demonios.
Publicado en
La Razón, 26-V-2016