sábado, 7 de mayo de 2016

Música ante el Terror

Alfredo Bryce Echenique, allá por el año 2005, empezaba el segundo tomo de sus «antimemorias» con una digresión sobre «El loro de Flaubert». Tal cosa ya indicaba cómo este libro de Julian Barnes había alcanzado un estatus de clásico moderno a comienzos de siglo merced a su rotundo éxito de crítica y público. Desde entonces, Barnes no ha hecho sino aumentar su prestigio incluso con obras de tinte muy personal, como la aparecida hace un año y que explicaba, tras contar las peripecias de varios aventureros, las consecuencias de haber perdido a su esposa. Hasta abordando tan amargas experiencias aparecía un Barnes que, como siempre –incluso en escritos como «El perfeccionista en la cocina» (2006), sobre su afición culinaria y la etapa en la que era crítico de restaurantes–, buscaba nuevas fórmulas que lo alejaran de una prosa convencional.

¿Ha hecho un buen plato Barnes con “El ruido del tiempo”? Los ingredientes son atractivos sin duda –el músico Dmitri Shostakóvich frente a la intimidación del gobierno de Stalin–, el emplatado es impecable (pues el traductor es Jaime Zulaika), pero el menú, si bien de categoría como no podía ser de otra manera cuando hablamos del autor de «Inglaterra, Inglaterra», tendrá un sabor que dependerá del gusto del comensal.

El libro es modélico si se quiere conocer la vida y obra –la vida íntima, psicológica, amorosa; la obra musical vigilada por un régimen que enviaba a los artistas a Siberia si no obedecían los cánones nacionalistas imperantes– del creador de “Lady Macbeth de Mtsensk”. Es la época que tan brillantemente abordó Karl Schlögel en “Terror y utopía. Moscú en 1937”: en un año se arrestó a dos millones de personas, se asesinó a setecientas mil y se metió a 1,3 millones en campos de concentración. Así, Barnes se adentra en los temores y ambiciones de su protagonista –“era un neurótico profundo”–, tan enamoradizo y vanidoso como atormentado; lo que se agudiza tras el artículo del “Pravda” que comenta el estreno de su famosa ópera, que contó con la asistencia del propio Stalin, y que “podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte”.

En efecto, Shostakóvich se sentirá castigado por el Poder por haber compuesto esa obra que se consideraba burguesa, apolítica, confusa, pervertida, y que lo convierte en “enemigo del pueblo”. La novela recrea el tremendo contraste entre el rechazo institucional ruso y su éxito internacional, sobre todo en Estados Unidos, y sigue los pasos de un Shostakóvich que tiene que rebajarse a pedir disculpas y leer discursos que le preparan expresamente para “seguir en adelante las directrices del Partido y escribir música melódica para el pueblo”. El problema será si el estilo del texto, al ser explicativo e informativo, evitando los diálogos y por lo tanto no dando voz y cuerpo a los personajes, provoca que la historia carezca de la garra novelesca suficiente y, al margen de conocer las horrendas vicisitudes del compositor, consiga que éste cobre forma de personaje de ficción que resulte literariamente verdadero.


Publicado en La Razón, 5-V-2016