Este mismo año se ha publicado la poesía completa de
Carlos Sahagún, desaparecido hace diez meses. En uno de sus poemas, “Tiempo de
amar”, dice hacia el final: “¿Será verdad que la vida nos traiga / también la
negación de la vida, / que en el instante del placer coexistan, / como en un
sueño hermoso y triste, / eternidad y acabamiento?”. Ese texto, del libro
“Estar contigo”, fue escrito hace unos cincuenta años, y hoy esa elegancia,
sencillez y hondura próxima a todos es difícil apreciarla cuando el reino del
hermetismo poético ha arraigado de manera generalizada. Y sin embargo, un
escritor como Michel Houellebecq podría firmarlo; claro está, a su manera, con
su estilo inconfundible y descarnado, con su causticidad, con el malditismo que
arrastra de continuo, con ese tono urgente, directo, perteneciente a nuestra
modernidad ansiosa por proclamas contundentes o expresiones desconcertantes,
muchas veces tan llamativas como inocuas.
Houellebecq también ve en la vida la negación de la
vida, y esa rabia la consigue verbalizar mediante los versos con los que abre “Configuración
de la última orilla” (traducción de Altair Díez): «Cuando muere lo más puro / Cualquier gozo se invalida / Queda el pecho como hueco, / Y hay sombras por donde mires. / Basta con unos segundos / Para eliminar un mundo». Es una suerte de declaración de intenciones por parte de un escritor
que ha alcanzado fama por medio de sus atrevidas novelas pero que también en el
campo poético disfruta de una gran admiración; así, con cada novedad, ya en
prosa, ya en estrofas, Houellebecq se regocija en su pesimismo y presume de que
«los medios de comunicación franceses me detestan». Mera pose, ya que no ha
podido tener más suerte con sus obras, premiadas y vendidas por doquier: el
apelativo de “enfant terrible”, tras haberse instalado en polémicas tan
gratuitas como efectivas a efectos publicitarios, ya no se lo quita nadie.
Esta «especie de Sartre de la década de 2010», como
dijo de él su colega Frédéric Beigbeder, ya publicó una “Poesía” en la que
recogía sus cuatro poemarios y de la que hablaba en estas mismas páginas
(1-IX-2012) Jesús Ferrer: “… versos, variados en composición estrófica, rima, ritmo,
temas y expresión, no muestran un desmañado desarraigo o una incontrolada
agresividad; por el contrario y, sin perder la dureza de su tono estético,
estas palabras tienden a la meditada reflexión sobre el sentido de la vida y la
trascendencia del existir humano, concluyendo en amargas, atrabiliarias,
crueles y divertidas propuestas personales”. En este sentido,
“Configuración…” viene a redundar en estos mismos elementos, pero de un modo
más conciso, concentrado, no tan irónico y sí más lacónico.
¿El amor? No existe
Si
en un fragmento de aquel libro Houellebecq recalcaba que la felicidad no
existe, de modo que no cabía temerla, en general vemos a un autor para quien la
desolación ante el existir ya es absoluta. Así, inevitablemente, la vida es fugaz:
“Ya no tengo interior / Ni pasión, ni calor; / Pronto me reduciré / A mi
estricto volumen”; el padecer, constante: “Ahora sufro durante todo el día”; la
soledad, completa: “Tengo miedo de los demás. No soy amado”. No somos más que
sufrimiento, y a lo largo de estos poemas sin título en su mayoría, vemos a
“generaciones sufrientes”, asistimos a “un cuerpo hundido en el barro”,
comprobamos que “la gente está desencantada”, y nos cercioramos de que
“cualquier vida es una sepultura”. ¿Y el amor? “No existe el amor / (No el de
verdad, no lo suficiente)”, asegura el sujeto poético, aunque en la sección
“Las inmediaciones del vacío” –a mi modo de ver, la de mayor calidad lírica–,
rimada, poetiza con buen tino tanto el amor –“Tan suave a la caricia / Tan ligera
y tan fina / Entidad no divina / Animal de ternura”– como el desamor: “Te
cansaste de mí, / Tú, a quien hice reina”.
El
libro combina logros expresivos como “Algunos seres amándose hicieron temblar
la tierra, / Otros van al amor como quien va al mar”, con ocasiones en que el
escritor vuelve oscuras sus intenciones expresivas: “Mi obsesión de siempre y
mi fervor noval / Os agitáis en mí por un deseo nuevo / Paradójico, ligero como
una sonrisa distante / Y pese a todo profundo como la sombra esencial”. De modo
que el conjunto, irregular, muestra momentos interesantes, como el caso de la
sección “Meseta”: “Sostenes del vacío, lencería de la nada / ¿Dónde están los
cuerpos vivos que se agitaban dentro?”, haciendo del nihilismo un tema
destacable más que en otras partes en que juega con el prosaísmo y lo banal:
“Tú habías comprado latas de conserva / La naturaleza tiene que obedecer y
servirnos, / Estaba solo en la playa e iba mal afeitado”. Sobre todo en el
apartado “Memorias de una polla”, con breves poemas directos, a veces
sugerentes, pero sin el ingenio de un Bukowski. Por cierto, el poema de Sahagún
se preguntaba (y es fácil suponer que Houellebecq asentiría): “¿Hasta qué punto
somos realidad desgajada, / dolor desde la infancia, / luces y sombras al acecho?”.
Publicado en La Razón, 9-VI-2016