viernes, 4 de noviembre de 2016

Desnazificar Alemania con la cultura

Hace un par de años, la periodista estadounidense Amanda Vaill ofrecía, con su libro “Hotel Florida”, una extraordinaria crónica de la Guerra Civil española tomando como eje ese punto de la ciudad de Madrid, en la plaza Callao, un lugar que se había convertido en un refugio para una serie de periodistas extranjeros que adquirirían gran notoriedad o que ya eran famosos. Por allí pasaron tres parejas decididas a informar sobre el conflicto: Ernest Hemingway y su compatriota la también escritora Martha Gellhorn, los fotógrafos Robert Capa y Gerda Taro (él húngaro, ella alemana), y el escritor español Arturo Barea y la militante socialista y traductora austriaca Ilsa Kulcsar, encargados de la oficina de censura de prensa extranjera. Para todos ellos, la guerra iba a ser un punto de inflexión decisivo tanto en su vida privada como en su trayectoria profesional; y es que el afán por la aventura les corría a los seis por las venas, parecían desconocer el miedo cuando se proponían desentrañar “la verdad” de lo que había empezado en julio de 1936.

Un rasgo común los unía: cada uno participaba en la guerra diciéndose que una nueva vida –en contraste con la anterior, frustrante, o presidida por el peligro y la huida, o el desamor y el dolor– era posible. Fue el caso del componente más célebre que protagonizaba el libro, que se dedicaba a pescar y cazar en Florida y Wyoming, lamentando que sus últimos libros no despertaban tanta atención como antes pero que iba a escribir la aclamada “Por quién doblan las campanas”, en una época aquella en que rompía su relación con su esposa Pauline tras descubrir a la sofisticada Gellhorn, a la que se había lanzado a ayudar en su carrera literario-periodística.  Pues bien, ahora nos llega otro completísimo trabajo en torno a la presencia de destacados artistas en otro trascendente conflicto –aunque en esta ocasión de enfoque posbélico– que tiene muchas concomitancias con aquel libro de Vaill, “El amargo sabor de la victoria”, de Lara Feigel (editorial Tusquets, traducción de Jordi Beltrán Ferrer), doctora en Letras por la Universidad de Sussex y profesora en el King’s College de Londres.

Un país en ruinas

“Llegar a Alemania en los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial era encontrarse con un apocalipsis”, explica la autora nada más comenzar su investigación de las ruinas del Tercer Reich. “Berlín, Múnich, Colonia, Frankfurt, Dresde…, los viejos nombres no tenían nada que ver con los escombros que ahora se extendían a lo largo de kilómetros y kilómetros, sembrados de cadáveres.” Según una estadística, la quinta parte de los edificios de todo el país estaban derrumbados. Los bombardeos por doquier habían sumido en la más completa oscuridad y agonía a la población; eran incontables los alemanes sin hogar y, como dice la autora, trece millones además “no tardarían en ser expulsados de Checoslovaquia, Polonia, Yugoslavia, Hungría y Rumania, cuando las fronteras de estos países volvieran a trazarse para incluir en ellos territorios que antes formaban parte de Alemania”. Un caos absoluto del que fueron testigos, en la primavera de 1945 y durante todo ese año sobre todo –los campos de concentración fueron liberados en abril–, Hemingway y su compañera, más la fotógrafa Lee Miller, tan asociada al círculo de Picasso en París, o el británico George Orwell, todos “patrocinados por gobiernos que habían previsto que los periodistas formasen parte del esfuerzo de guerra y querían que informaran sobre el poder de sus fuerzas y la brutalidad del enemigo”.

A estas insignes figuras de la cultura de renombre internacional se les sumarían actores y cantantes, como Marlene Dietrich, con el objetivo de servir de entretenimiento para las tropas; pero también directores de cine, muy señaladamente Billy Wilder, que había vivido en Berlín hasta 1933, cuando la intimidación de Hitler empezaba a serle insoportable. La idea de semejante incorporación de literatos e intérpretes a tierras germanas destruidas, explica Feigel –que ya se había adentrado en este contexto histórico en sus libros “Literature, Cinema and Politics, 1930-1945” y “The Love Charm of Bombs”, era que los ocupantes ayudarían no sólo a reconstruir económica y políticamente Alemania, sino también culturalmente. De entre ellos, destacaron escritores que ya conocían la nación y la lengua, como por ejemplo W. H. Auden, “enviado por el gobierno norteamericano para que informase sobre la reacción de los ciudadanos a los daños ocasionados por las bombas”, o un buen amigo del poeta, Stephen Spender, “al que el gobierno británico había encargado que examinara el estado de las universidades alemanas”.
           
Objetivo: desnazificar

La Alemania de la inmediata posguerra estaba dividida en cuatro zonas según estuvieran sujetas a las administraciones de los aliados: la británica, la estadounidense, la soviética y la francesa (además, la capital Berlín fue también dividida a su vez mediante esa fórmula). En todo este puzle político-administrativo colaboraron, así, intelectuales de la talla de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir en el sector galo, o Bertolt Brecht en la parte rusa. La lista se completa en el libro con dos de los hijos de Thomas Mann, seguramente el escritor exiliado (por entonces, en California) más activo en cuanto a denunciar las atrocidades nazis, Klaus y Erika, que pisaron suelo germano con pasaporte americano, por cierto; el autor teatral alemán, también exiliado, Carl Zuckmayer; otro cineasta, el inglés Humphrey Jennings; el músico germano Paul Hindemith; los escritores Rebecca West, John Dos Passos y Evelyn Waugh; la pintora Laura Knight y el editor Victor Gollancz. Todos participarán de una u otra forma en tal reconstrucción cultural, desde 1944 a 1949, influyendo “en la opinión que el público de sus países de origen tenía sobre la Alemania posbélica” o produciendo “obras de arte importantes que fueron fruto de la impresión que la nación derrotada causó en ellos”.

Toda esta presencia artística venía a dar apoyo a la intención fundamental de Gran Bretaña y Estados Unidos: lograr una zona estable que no volviera a sufrir otra guerra. En concreto, explica Feigel, «en Postdam los aliados redactaron un acuerdo cuya finalidad era preparar a los alemanes “para la futura reconstrucción de su vida sobre una base democrática y pacífica”. Este objetivo se alcanzaría por medio de la desnazificación, el desarme, la desmilitarización, la democratización y la reeducación». Una tarea compleja que implicaba, claro está, sacar definitivamente a los nazis del poder (nadie reconocía ya serlo) y de alguna manera reorientar la vida de los ciudadanos, proyectando la importancia de tener un sistema democrático. Incluso todo lo que originó, literariamente hablando, la situación alemana de la posguerra, hizo que surgiera un género específico, la “Trümmerliteratur”, algo así como literatura de escombros, o “Trümmerfilm”, cine de escombros, tanto de signo local como extranjero.

El intento, visto de forma práctica, desde luego no cuajaría. En 1949, el país se dividiría en la República Federal de Alemania, que se integraría en organismos de Occidente, y la República Democrática Alemana, que se incluiría en el espectro soviético. Era por otra parte el inicio de la Guerra Fría. Por eso, la autora habla de cómo todo este grupo de artistas, con una fuerte carga de idealismo, “lucharon por dar vida a un nuevo orden y luego, al desvanecerse la esperanza de lograrlo, lloraron por todo lo que se había perdido”. Todo lo cual, pese a todo, también contribuiría para que la experiencia se convirtiera en un punto de inflexión crucial en cada una de sus ya destacadísimas trayectorias profesionales.


Publicado en La Razón, 30-X-2016