Platón escribió “La república” (entre los años 389 y 369 a. C.) para cuestionar el sistema de gobierno de su ciudad, que no era otro que la democracia. La sociedad tendría que asegurar la justicia desde todos los puntos de vista, algo que, en su opinión, no proporcionaba el pensamiento democrático, que había ido degenerado hasta convertirse en una caricatura de sí mismo. En esta obra antecedente del utopismo, la ciudadanía estaría dividida en varias capas jerárquicas y liderada por los «salvadores y protectores» filósofos, es decir, aquellos sujetos que reflejan el bien y que son imposibles de corromper, además de ser los únicos en tener los conocimientos de las Ideas adecuadas para que el pueblo viva en armonía. A mediados del siglo XIX, H. D. Thoreau criticará a los que votaban en las elecciones esperando a que los demás «remedien el mal, para poder dejar de lamentarse».
Para el escritor de Concord, ese acto de democracia tan valorado, la votación, en realidad era «una especie de juego, como las damas o el backgammon», una especie de apuesta sin más; en su caso, significaba apoyar la guerra contra México y las leyes que permitían la esclavitud. Más adelante, Borges dirá aquello de «La democracia es un abuso de la estadística»; y es que votar es en cierto sentido confiar en el azar, en lo que pueda salir como opción mayoritaria, y qué tiene eso que ver con hacer lo justo o lo más conveniente. El argentino decía que la democracia no era lo mejor para España, Sudamérica o los Estados Unidos, y postergaba la utilidad de tal sistema político trescientos o cuatrocientos años, confiando ilusoriamente en un gobierno honesto y justo en el futuro. ¿De verdad una democracia, tal como la entendemos, es un verdadero logro en materia de gobierno? Thoreau insistía en que «jamás habrá un Estado realmente libre y culto hasta que no reconozca al individuo como un poder superior e independiente, del que se deriven su propio poder y autoridad y le trate en consecuencia».
Democracia deslegitimada
Rebuscar en la historia estos u
otros ejemplos de miradas antidemocráticas es muy pertinente para sumergirse en
“Contra las elecciones” (traducción de Marta Mabres Vicens), donde David van
Reybrouck analiza magníficamente las paradojas de la democracia actual, que es
la fórmula política preferida por una población que, sin embargo, la cuestiona
siendo voluble en su voto y optando por la abstención cada vez más. “La democracia
tiene un grave problema de legitimidad cuando los ciudadanos dejan de querer
participar en su proceso más importante, la votación en las urnas. En estas
circunstancias, ¿el Parlamento sigue siendo representativo? ¿No debería
entonces mantenerse vacía una cuarta parte de los escaños durante cuatro
años?”, dice en un libro en verdad muy sugerente que no sólo disecciona el
estado democrático de Europa sobre todo, sino que realiza un recorrido
histórico desde la Grecia antigua, pasando por la Francia revolucionaria, para
advertir de las contradicciones, utilidades y fracasos de lo que significa cada
cuatro años meter una papeleta en un sobre, al tiempo que aboga por una mayor
participación de la población civil.
Chesterton, en su biografía de
Dickens, decía que éste estaba convencido de que cualquier asno podía llegar a
ser primer ministro de Inglaterra, que la Constitución inglesa no era una
democracia, sino solamente la Constitución inglesa, que era un sistema
artificial, lo cual le llevó a ser criticado por no ser un admirador de este
sistema. Hoy en día se ve incorrecto no ser un ferviente admirador de la
democracia; Van Reybrouck lo es, siempre y cuando se asuma que está desgastado,
que se necesitan ciertos “remedios” que él encuentra en la birrepresentación,
consistente en un sistema que mezcle la experiencia de los políticos
profesionales con los ciudadanos libres que no están pendientes de ser
reelegidos o constantemente tener que verse expuestos en los medios de
comunicación y hacer propaganda electoral. Esto se uniría a una combinación de
sorteo, deliberación y rotación: “Para las decisiones importantes, sugería que
las autoridades electas invitaran a algunos ciudadanos (sorteo) para debatir
sobre el rumbo que se debía tomar (deliberación) y luego volver a tratarlo con
otros ciudadanos (rotación)”.
Todo ello puede sonar utópico, pero
el autor indica con acierto que las mismas objeciones que se podrían poner a
estos métodos fueron las mismas que se vertieron para criticar que las mujeres,
los obreros o los campesinos tuvieran en su día derecho al voto: “También
entonces los opositores sostenían que la democracia se vendría abajo”. En busca
de casos recientes que impulsen sus tesis, el escritor belga pasa de puntillas
por los Indignados de la Plaza de Sol y se detiene en movimientos como Occupy
Wall Street o el incremento del compromiso político por parte del pueblo
islandés a raíz de la crisis económica. Así, preguntándose por qué deberíamos
aceptar que los “lobbies” ejerzan su influencia en la política mientras se
vacila en una participación activa de los ciudadanos de a pie, o por qué
existen jurados populares y no puede haber seres corrientes tomando decisiones
gubernamentales, Van Reybrouck, con mucha audacia argumentativa, explica los
peligros del populismo y la tecnocracia y pone el peso –Thoreau tal vez se
enorgullecería de eso– en el ser humano corriente, que puede ser superior en su
independencia a la masa de políticos.
Publicado en La Razón,
9-II-2017