viernes, 10 de febrero de 2017

Solución a la democracia moribunda


Platón escribió “La república” (entre los años 389 y 369 a. C.) para cuestionar el sistema de gobierno de su ciudad, que no era otro que la democracia. La sociedad tendría que asegurar la justicia desde todos los puntos de vista, algo que, en su opinión, no proporcionaba el pensamiento democrático, que había ido degenerado hasta convertirse en una caricatura de sí mismo. En esta obra antecedente del utopismo, la ciudadanía estaría dividida en varias capas jerárquicas y liderada por los «salvadores y protectores» filósofos, es decir, aquellos sujetos que reflejan el bien y que son imposibles de corromper, además de ser los únicos en tener los conocimientos de las Ideas adecuadas para que el pueblo viva en armonía. A mediados del siglo XIX, H. D. Thoreau criticará a los que votaban en las elecciones esperando a que los demás «remedien el mal, para poder dejar de lamentarse».

Para el escritor de Concord, ese acto de democracia tan valorado, la votación, en realidad era «una especie de juego, como las damas o el backgammon», una especie de apuesta sin más; en su caso, significaba apoyar la guerra contra México y las leyes que permitían la esclavitud. Más adelante, Borges dirá aquello de «La democracia es un abuso de la estadística»; y es que votar es en cierto sentido confiar en el azar, en lo que pueda salir como opción mayoritaria, y qué tiene eso que ver con hacer lo justo o lo más conveniente. El argentino decía que la democracia no era lo mejor para España, Sudamérica o los Estados Unidos, y postergaba la utilidad de tal sistema político trescientos o cuatrocientos años, confiando ilusoriamente en un gobierno honesto y justo en el futuro. ¿De verdad una democracia, tal como la entendemos, es un verdadero logro en materia de gobierno? Thoreau insistía en que «jamás habrá un Estado realmente libre y culto hasta que no reconozca al individuo como un poder superior e independiente, del que se deriven su propio poder y autoridad y le trate en consecuencia».

Democracia deslegitimada

Rebuscar en la historia estos u otros ejemplos de miradas antidemocráticas es muy pertinente para sumergirse en “Contra las elecciones” (traducción de Marta Mabres Vicens), donde David van Reybrouck analiza magníficamente las paradojas de la democracia actual, que es la fórmula política preferida por una población que, sin embargo, la cuestiona siendo voluble en su voto y optando por la abstención cada vez más. “La democracia tiene un grave problema de legitimidad cuando los ciudadanos dejan de querer participar en su proceso más importante, la votación en las urnas. En estas circunstancias, ¿el Parlamento sigue siendo representativo? ¿No debería entonces mantenerse vacía una cuarta parte de los escaños durante cuatro años?”, dice en un libro en verdad muy sugerente que no sólo disecciona el estado democrático de Europa sobre todo, sino que realiza un recorrido histórico desde la Grecia antigua, pasando por la Francia revolucionaria, para advertir de las contradicciones, utilidades y fracasos de lo que significa cada cuatro años meter una papeleta en un sobre, al tiempo que aboga por una mayor participación de la población civil.

Chesterton, en su biografía de Dickens, decía que éste estaba convencido de que cualquier asno podía llegar a ser primer ministro de Inglaterra, que la Constitución inglesa no era una democracia, sino solamente la Constitución inglesa, que era un sistema artificial, lo cual le llevó a ser criticado por no ser un admirador de este sistema. Hoy en día se ve incorrecto no ser un ferviente admirador de la democracia; Van Reybrouck lo es, siempre y cuando se asuma que está desgastado, que se necesitan ciertos “remedios” que él encuentra en la birrepresentación, consistente en un sistema que mezcle la experiencia de los políticos profesionales con los ciudadanos libres que no están pendientes de ser reelegidos o constantemente tener que verse expuestos en los medios de comunicación y hacer propaganda electoral. Esto se uniría a una combinación de sorteo, deliberación y rotación: “Para las decisiones importantes, sugería que las autoridades electas invitaran a algunos ciudadanos (sorteo) para debatir sobre el rumbo que se debía tomar (deliberación) y luego volver a tratarlo con otros ciudadanos (rotación)”.

Todo ello puede sonar utópico, pero el autor indica con acierto que las mismas objeciones que se podrían poner a estos métodos fueron las mismas que se vertieron para criticar que las mujeres, los obreros o los campesinos tuvieran en su día derecho al voto: “También entonces los opositores sostenían que la democracia se vendría abajo”. En busca de casos recientes que impulsen sus tesis, el escritor belga pasa de puntillas por los Indignados de la Plaza de Sol y se detiene en movimientos como Occupy Wall Street o el incremento del compromiso político por parte del pueblo islandés a raíz de la crisis económica. Así, preguntándose por qué deberíamos aceptar que los “lobbies” ejerzan su influencia en la política mientras se vacila en una participación activa de los ciudadanos de a pie, o por qué existen jurados populares y no puede haber seres corrientes tomando decisiones gubernamentales, Van Reybrouck, con mucha audacia argumentativa, explica los peligros del populismo y la tecnocracia y pone el peso –Thoreau tal vez se enorgullecería de eso– en el ser humano corriente, que puede ser superior en su independencia a la masa de políticos. 

Publicado en La Razón, 9-II-2017