Este semestre va a ser un momento álgido en español de John Cheever. A
la edición de sus “Cuentos” –un volumen de casi novecientas páginas que sin
embargo no integra la totalidad de su narrativa corta, como dice Rodrigo Fresán
en el epílogo, pues detrás hay ciertos conflictos judiciales que no permiten
tal cosa–, se la acompaña de las presentes “Cartas”; y en junio llegarán sus
“Diarios”. El público en general conoce al autor de Massachusetts por sus
relatos, con los que se ganó la vida al irlos publicando en la prensa
neoyorquina, pero también destacó por novelas como “La crónica de los Wapshot”
(1958), “Bullet Park”, “Falconer” y “¡Oh, esto parece el paraíso!”. Obras que
se van a ir asomando, junto con los cuentos que prepara y publica, en esta
correspondencia (traducción de Miguel Temprano García) editada por su hijo Benjamin
H. Cheever.
Éste aporta un sentido prólogo en el que explica, tal vez de manera
demasiado personalista, cómo era y quiso a su padre: un hombre bisexual,
adúltero y alcohólico, con gran sentido del humor y amor por sus hijos y su
mujer, alguien que “puso toda su vida en sus cartas”. Escribió, dice, “entre
diez y treinta por semana”, de modo que el trabajo de selección era vital para
biografiar a su padre, ya que en cierta manera esa es la intención del libro;
de ahí que Benjamin haya incluido fragmentos de sus diarios y su ficción, “para
que pueda verse la vida –a veces el mismo incidente– reflejada de forma
diferente a través del prisma de su prosa”. Tenemos así un retrato del escritor
y sus diferentes etapas: sus inicios literarios en los años treinta y su
relación con el editor Malcolm Cowley, que fue quien le publicó su primer
relato, más su experiencia en la colonia de artistas Yaddo; su participación en
la guerra (al inicio no superó un test de inteligencia que le habría supuesto
subir de rango) y su matrimonio; sus contactos con Hollywood con la intención
de llevar a la pantalla alguna de sus historias…
Biografía
fragmentaria
Se trata de una correspondencia de tono desenfadado
la mayoría de las veces, en la que Cheever cuenta anécdotas de su día a día a
amigos o familiares, o informa de asuntos de su trabajo literario a colegas y
editores como William Maxwell, del “The New Yorker”. Naturalmente, no se puede
juzgar un cúmulo de papeles nacidos en la privacidad, pero sí el porqué de esta
edición. En este sentido, todo se limita a mensajes que pueden despertar alguna
curiosidad, como los episodios de sus viajes a Roma o Rusia, o las cartas que
tenían como destinatarios a algunos hombres con los que mantuvo sexo apasionado
y, al parecer, ayudó también en el terreno literario, o a una actriz por
entonces en boga. En general, creo que estas páginas servirán, gracias a la
labor de Benjamin, de biografía fragmentaria, pero no aportará una lectura que
acabe por iluminar la obra de Cheever ni recrear un tiempo de la literatura
estadounidense tan interesante y que el autor protagonizó con un alto grado de
éxito y celebridad. Hasta que se le diagnosticó un cáncer en 1981, algo que
según su hijo predijo en su novela de 1964 “El escándalo de los Wapshot”.
Publicado en La Razón, 18-I-2018