Quizá no sea del todo improcedente el hecho de empezar hablando sobre
asuntos arqueológicos, en torno al libro de Eric H. Cline “Tres piedras hacen
una pared. Historias de la arqueología” (traducción de Silvia Furió), una
disciplina en verdad siempre llena de misterio y exotismo, mediante una autora
que llevó al entretenimiento más audaz el suspense en los lugares más
recónditos como Agatha Christie. Ésta, tras el éxito de «El asesinato de Roger
Ackroyd» (1926), sufrirá al poco tiempo diversos contratiempos: su madre
fallece y su marido la engaña con su secretaria, lo que a fin de cuentas
llevará al divorcio, a reanudar sus viajes hacia Oriente y en medio de ello a reconstruir
su vida sentimental. Y es que entonces conoce a Max Mallowan, un arqueólogo con
el que compartirá una misma pasión por la historia y el legado material y
oculto que hay que desentrañar bajo la tierra.
En 1930, la escritora –que había podido ir a Egipto siendo una niña,
cuando su madre, ya viuda, alquilara su casa en invierno para pasar temporadas
en El Cairo– conocería las excavaciones que estaban teniendo mucha repercusión
en los medios: el yacimiento de Ur, en el Irak actual, donde se había descubierto
un cementerio. Surgió allí el amor entre ella y el que era el principal
ayudante de Leonard Woolley (que algunos califican de primer arqueólogo moderno
y que halló evidencia geológica del diluvio que cuenta el “Gilgamesh”, la obra épica más antigua conocida), y seis
meses después contraerían matrimonio. De aquel viaje y otros con su marido,
Christie encontraría inspiración para novelas como “Asesinato en Mesopotamia”
(1936) o “Muerte en el Nilo” (1937). Tal fue la imbricación de la narradora inglesa
con el oficio de su esposo que, en el año 2001, el Museo Británico organizó una
exposición titulada “Agatha Christie y la arqueología”, como apunta Cline en
este gran trabajo, el tercero que se traduce de él después de “La guerra de
Troya” y “1177 a. C. El año que la civilización se derrumbó”.
La tumba más
famosa
Mallowan y Woolley, leemos, empezaron a excavar en 1922, el año en que
Howard Carter “escudriñaba el interior de la tumba de Tutankhamón por primera
vez”, después de cinco años de búsqueda: “Al final, la hallaron justo debajo
del lugar en que habían instalado el campamento durante sus temporadas de
trabajo, en el Valle de los Reyes, al otro lado del río Nilo, frente a la
actual Luxor”, explica este profesor universitario y experimentado arqueólogo.
En total, Carter dedicaría diez años a excavar la tumba más famosa de la
historia y a trasladar los objetos encontrados a donde están todavía hoy, en el
Museo Egipcio de El Cairo. Por su parte, Woolley y Mallowan obtendrían fama
gracias al descubrimiento de los enterramientos reales de Ur, datados en torno
a 2500 a. e. c. (es decir, antes de la era común), una serie de fosas
funerarias llenas de cadáveres, sobre todo mujeres; en concreto, “más de
setenta cuerpos de sirvientes que habían muerto asesinados para acompañar a su
amo o a su dueña en el más allá”. Estudios recientes averiguarían que tales
muertes serían producto no de una dosis de veneno, como suponía Woolley, sino
de un instrumento afilado clavado debajo de la oreja.
Esto son sólo algunos de los ejemplos llamativos de lo que nos
encontraremos en “Tres piedras hacen una pared”, título que evoca un viejo
axioma arqueológico y que aspira a instruir y deleitar con, además, un objetivo
que el mismo autor especifica: el de cuidar entre todos los restos que nos han
llegado de las antiguas civilizaciones –más en una época de vandalismo cultural
por parte de grupos terroristas o de saqueos de traficantes de antigüedades–,
para preservar el pasado de cara a las generaciones venideras y entender la historia
del ser humano. Lo que hicieron exploradores como Carter, pero también otros
que se asoman a estas páginas como Heinrich Schliemann, Mary Leakey, Hiram
Bingham, Dorothy Garrod y John Lloyd Stephens, quienes sacaron a la luz restos
de los hititas, los minoicos, los micénicos, los troyanos, los asirios, los
mayas, los incas, los aztecas y los moche.
Cline, que ha realizado tanto excavaciones en Oriente Medio y Grecia
como en Estados Unidos, presenta explicaciones amenas y completas sobre algunos
de los mayores descubrimientos de las últimas décadas: “Lucy, el esqueleto
parcialmente hominino de Hadar, en Etiopía, o las huellas fechadas hace 3,6
millones de años en Laetoli, Tanzania; el espectacular arte rupestre de la
cueva de Chauvet, en Francia; el cabo Gelidonya y los naufragios de Uluburun,
en la costa suroeste de Turquía”, etcétera; un montón de “maravillas al que el
público ha tenido acceso incluso, como el caso de los pabellones donde se
trabaja en el desenterramiento de los Guerreros de Terracota, cerca de la
ciudad china de Xian. De tal modo que Cline proporciona un libro con los
mejores casos arqueológicos a lo largo de la historia, habla de las técnicas
que se emplean y, reaccionando a lo que le ha ido preguntando la gente años y
años, aborda curiosidades como “¿cómo se sabe dónde excavar?”, “¿cómo se sabe
qué antigüedad tiene algo?” o “¿tiene la oportunidad de quedarse con lo que
encuentra?”.
Publicado en La Razón, 25-I-2018