Dos imperios, tres monarquías, dos repúblicas, tres revoluciones, todo
ello a lo largo de setenta años, hacen del siglo XIX francés una etapa de
“grandes turbulencias y de inestabilidad política”. A esto se refiere Cristina
Cerezales Laforet al inicio de una reciente antología en la que tradujo trece
cuentos que ejemplificaban diversos estereotipos de mujer y que firmaban cinco
autores señeros: Honoré de Balzac, Guy de Maupassant, Villiers de l’Isle-Adam,
Émile Zola y Théophile Gautier. Una época aquella, sigue indicando la editora,
en que la condición femenina sufriría “un retroceso en relación con el siglo
anterior”. En aquellos relatos, se podía respirar el ambiente represivo que
vivían las jóvenes, sobre todo, ante los abusos del varón despótico de turno, o
las desesperanzas o caprichos de las adineradas también sometidas a una
sociedad hipócrita y controladora desde tribunas siempre masculinas.
Las mujeres habían perdido el derecho a subir a la tribuna pero ganado
el de subir a la guillotina, dijo en 1791 una escritora, Olimpia de Gouges, y
en efecto “el siglo XVIII había anulado a la mujer como fuerza política (…) En
París –en menos de quince meses–, de abril de 1793 a julio de 1794, la
guillotina abatió 374 cabezas de mujer”, corrobora Mario Verdaguer en “Las
mujeres de la Revolución”, un trabajo que vio la luz en 1932 y que repasa las
vidas de un buen número de féminas valientes, desdichadas o maltratadas a
partir de una curiosa y atinada clasificación: las amorosas, las criollas, las
literatas, las neuróticas, las víctimas, las esposas o las prostitutas. Todo un
abanico de trayectorias apasionantes que no se limita a ser un recorrido
histórico de datos y hechos, sino que, de la mano de Verdaguer, constituye todo
un despliegue estilístico que, podríamos describirlo así, es hijo del
psicologismo fervoroso y la elegancia poética a la hora de biografiar grandes
personalidades de Stefan Zweig, del que por cierto el propio autor mallorquín
tradujo un par de libros.
Un
balear europeísta
Nacido en el seno de una familia culta, de profesores universitarios,
políticos y médicos, Mario Verdaguer es una de nuestras más interesantes
figuras intelectuales pero también, inexplicablemente, más olvidadas. Calambur
ha tenido el acierto de recuperar, el año pasado, dos de sus trabajos
históricos sobre un mismo personaje: “Rasputín. El
dominador de mujeres” y “Rasputín. La tenebrosa secta de los Khlyst”, en la
línea de otros rescates estupendos, como el libro de Ricardo Baeza “Ensayo y crítica literaria”, otro escritor demasiado apartado pero de una
grandeza extraordinaria. En el caso de Verdaguer, estamos ante un hombre del
todo polifacético, que estudiará Derecho y Bellas Artes en Palma y publicará su
primer y único libro de poesía en 1908; a ello le seguirán
varias novelas y diversos empleos en la prensa balear y barcelonesa, a la vez
que incursionará en todos los géneros literarios. Sin embargo, hoy en día, su
recuerdo se ha limitado a la traducción que hiciera de “La montaña mágica”, de
Thomas Mann, aunque también versionó “Hermann y Dorotea” de Goethe, y “Gog”,
del italiano Giovanni Papini. Por otra parte, no estaría nada mal que volviera
a ver la luz su obra “Un verano en Mallorca”, después de que en el año 2013 se
recuperara “La ciudad desvanecida”, también sobre Palma.
Es admirable cómo Verdaguer se interesó tanto y tan bien por asuntos
locales y por aquellos de trasfondo europeo e histórico desde diversos
enfoques. Con este “Las mujeres de la Revolución”, hacía una contribución
magnífica para entender cómo, tras aquellos días de revueltas y grandes
vaivenes políticos, “parecía que la mujer había adivinado que iba a tener que
representar un primer papel en la era revolucionaria”: la mujer formada en el
estudio y las mujeres “del pueblo que comenzaban a respirar en una atmósfera
nueva y a romper los respetos de una sociedad ancestral”. Y en verdad, en este
libro, hay de todas las clases. Vemos a la vengativa Carlota Corday en su
enfebrecido deseo de matar al anarquista Marat y cómo muere guillotinada. El
mismo destino que les esperaría a la bellísima de diecisiete años Emilia de
Saint-Amaranthe, que rechazó las seducciones de Robespierre, a la dramaturga Gouges,
ansiosa siempre por atacar verbalmente a este hombre que instauró el régimen
del Terror, o a Isabel Capeto, hermana del rey Luis XVI.
Otros destinos aciagos, en el exilio, la miseria o la soledad más
absolutas estarán en el camino del resto de mujeres, como la princesa María
Adelaida de la Rochefoucauld, la mediocre escritora Julia Candielle, u otra que
se creía vidente –e hizo creer a la policía que sus predicciones en efecto se
cumplían, por lo cual fue encarcelada en la Bastilla–, Catalina Theot. Y sobre
todo la historia más novelesca y formidable: la de la criolla María Gabriela
Chambon con sus intentos de pacificar toda aquella situación de extrema
violencia y odio. De modo que, tras la lectura del libro, no extrañe que
asintamos ante las palabras de Verdaguer en el prólogo: “La mujer, por instinto
y por fe, fue el alma de la Revolución que debía transformar para siempre las
sociedades del mundo, y darle un nuevo sentido y una nueva realidad”.
Publicado
en La Razón, 4-I-2018