Un experto en lo concerniente con la conquista de América, autor de biografías de algunos de sus más emblemáticos protagonistas, como Nicolás de Ovando, primer gobernador de las Indias, Hernán Cortés, el líder de la expedición que logró hacer suyas las tierras mexicanas, y Hernando de Soto, el explorador que fundó varias ciudades de Nicaragua y fue gobernador de Cuba, ahora se encarga de la vida de Francisco Pizarro. Alcanza así Esteban Mira Caballos una notable trilogía sobre conquistadores extremeños que tiene un rasgo común, señalado por él mismo en la introducción, esto es, el hecho de que lleva dos décadas «intentando desmitificar» a estos grandes hombres que la historia convirtió en mitos de la España imperial. En especial, «centrándonos en el caso que ahora nos ocupa, la extensa historiografía contemporánea se ha polarizado entre los que le atribuyen cualidades sobrehumanas y los que lo denigran, vertiendo sobre él los peores calificativos».
Consciente de los excesos de la mirada hagiográfica que se ha posado sobre Pizarro hasta no hace demasiadas fechas, pero también de aquellos que lo han visto como un individuo cruel y ambicioso, Mira Caballos entendió que era hora de hacer una nueva biografía del trujillano más propia de la metodología histórica del siglo XXI. Tal desafío lo asentó sobre dos premisas, explica: por un lado, el uso exhaustivo de todo el material al alcance sobre esta temática (crónicas de la época, registros documentales, manuscritos que, sorprendentemente, aún eran inéditos); por otro lado, el cotejo de las versiones diversas sobre las acciones de Pizarro, escritas tanto por españoles como por mestizos o indios, las cuales cabe cuestionar siempre, pues se trataba de textos que encerraban «unos intereses muy personales y una visión de la historia condicionada por sus circunstancias personales». Asimismo, también es importante destacar que no hay un testimonio directo de Pizarro sobre sus hazañas y que hay pocas opciones de obtener datos acerca de su infancia y juventud, aunque acabara teniendo cronistas oficiales, si bien sin demasiado talento literario, remarca el autor asimismo de «Conquista y destrucción de las Indias, 1492-1573», otro trabajo para lectores no especializados en el que también adoptó el enfoque de evaluar las consideraciones extremistas para aportar la más aproximada verdad de aquellos acontecimientos que cambiaron el mundo para siempre.
De tal modo que si en aquel estudio de hace casi una década Mira Caballos quiso analizar la riqueza cultural precolombina pero también sus defectos, así como la violencia de los españoles tanto como la labor evangelizadora de la Iglesia, en este «Francisco Pizarro. Una nueva visión de la conquista del Perú», sigue en esa senda de ver los hechos desde una gran diversidad de perspectivas en pos de acercarse a la verdad de lo acontecido. Para ello, primero se sumerge en el auge y ocaso de los incas, exponiendo sus métodos organizativos con los que mantuvieron su dominio sobre otras etnias; hasta que los conquistadores llegaron y se encontraron con una guerra civil entre Atahualpa, tenido por hijo del Sol, que gobernaba el norte desde Quito, y Huáscar, que hacía lo propio desde Cusco. Esa llegada aceleraría el hundimiento del mundo que conocían los incas, cuyos ejércitos sólo podían defenderse con piedras, garrotes o lanzas frente al poder de los hispanos, con un armamento compuesto de lombardas, arcabuces, caballos o espadas. Una ventaja técnica, indica el biógrafo, que ya quedó expuesta por el Inca Garcilaso –el célebre escritor peruano de origen inca y español considerado el primero en conciliar estas dos ascendencias culturales–, que siempre pensó que un enfrentamiento en igualdad de condiciones hubiera llevado a un final muy distinto.
Hombre iletrado
Y es que éste es el ambiente de Pizarro, el de las armas y las estrategias de combate. Por ello, el perfil que nos presenta Mira Caballos sobre él es el de un hombre iletrado pero con grandes capacidades para afrontar los continuos problemas que implicaría viajar a otro continente y abrirse paso a través de lo desconocido. «El trujillano fue un auténtico prototipo del hombre de armas, un caballero entre el medievo y la modernidad, encarnando mejor que nadie el papel de guerrero del siglo XVI», escribe, y añade: «No se podía comparar a Cortés en sus dotes diplomáticas, pero lo superaba en experiencia militar y lo igualaba al menos en tesón y valentía». Unas cualidades que no excluían cierto componente moral, o al menos la intención de justificar sus iniciativas guerreras frente a sus huestes y por supuesto la Corona; de ahí que se preocupara de que sus cronistas argumentaran y explicaran sus actuaciones, lo cual «daba legalidad a sus actos, al tiempo que preparaba psicológicamente a sus hombres para la lucha». No en vano, a fin de cuentas los lugareños eran sólo bárbaros para él «a los que era legítimo someter y civilizar».
Con todo, también Pizarro se distinguiría por minimizar los estragos en el pueblo que acababa de conquistar, por más que sea obvio que no fue más o menos despiadado que otros exploradores, que tenían como «modus operandi» aterrorizar a la población autóctona de la manera más impactante posible. Otra cosa es que, según el autor, Pizarro no se ensañase en esas prácticas. De hecho, se nos aparece en estas páginas un conquistador sensible, pues, enamorado de su tierra natal, lo fue más de la tierra que conquistó, hasta el punto de querer ser enterrado en la catedral de Lima, donde reposan todavía sus restos.
Publicado en La Razón, 1-II-2018