«Sólo se aprende de aquel a quien se aprecia», le dijo una vez Goethe a
Eckermann, pensando sin duda en Friedrich Schiller, un escritor al que apreció
por encima de cualquier otro contemporáneo y del que en efecto tuvo mucho que
aprender a pesar de que prácticamente fuera lo opuesto a él. «La amistad no es
otra cosa que la suma concordia en todas las opiniones divinas y humanas,
sostenidas con amor y buena voluntad», dijo Cicerón, y ambos autores serían un
reflejo de semejante afirmación porque, partiendo de las grandes diferencias de
pensamiento que les separaban, alcanzaron un nivel de complicidad y afecto
inconmensurables. «Goethe y Schiller consideraron su amistad como una planta
rara, maravillosa, como una suerte, como una dádiva», afirma el biógrafo Rüdiger
Safranski.
Con un trasfondo sentimental parecido al que suscitó aquella amistad tan
emblemática dentro de las letras germanas, podríamos decir que en tierras
inglesas, también en el siglo XVIII, se desarrolló una relación fraterna
extraordinaria por parte de dos colosos intelectuales. A ella se ha dedicado el
profesor universitario Dennis C. Rasmussen en un gran libro, “El infiel y el
profesor. David Hume y Adam Smith. La amistad que forjó el pensamiento moderno”
(traducción de Àlex Guàrdia Berdiell), que es tanto una biografía de los dos
hombres como del vínculo que los unió. De tal modo que si Goethe y Schiller
tenían ideas contrapuestas en torno a la Revolución Francesa, la naturaleza, el
arte e incluso los horarios de trabajo y hábitos cotidianos, también Hume y
Smith en principio no podían ser más opuestos: “Hume era un filósofo
especialmente interesado en cuestiones metafísicas y epistemológicas
abstractas, mientras que Smith era un economista terco más preocupado por
cuestiones prácticas; políticamente, Hume era un tory conservador, y Smith un
whig liberal; y en cuanto a la religión, Hume era un escéptico –o incluso tal
vez un ateo–, mientras que Smith era un fervoroso creyente”, explica el autor
en el prefacio.
Sin embargo, el investigador irá demostrando que esos aspectos en
principio tan distintos convivían con muchos asuntos de interés comunes. Hume
era mucho más que el autor del “Tratado de la naturaleza humana”, pues también
indagó en asuntos de orden práctico, además de interesarse también por la
economía y la política; de hecho, afirma Rasmussen, “durante su vida, y durante
muchas generaciones posteriores, Hume fue considerado más un historiador que un
filósofo”, sobre todo a partir de su monumental “Historia de Inglaterra”. Por
su parte, Smith ha pasado a ser universalmente conocido como el padre fundador
del capitalismo y el autor de “La riqueza de las naciones”, pero hay que hacer
notar que fue catedrático de Filosofía Moral, además de dar clases de Ética,
Jurisprudencia y Retórica, y de escribir “ensayos sobre la formación de las
lenguas y la historia de la astronomía, entre otras materias”.
Una Escocia dorada
De forma tan amena como rigurosa, “El infiel y el profesor” –se le llamó
a Hume el Gran Infiel por su escepticismo religioso– irá desarrollándose a
partir de esta “extraordinaria afinidad intelectual entre ambas figuras”; y
todo en un marco histórico y geográfico que es tan interesante como el hecho de
seguir las trayectorias de cada uno de ellos, esto es, la Escocia que, desde
principios del siglo XVIII, pasa de ser un país mísero y lleno de plagas, con
una población analfabeta, a convertirse en un lugar que “se considera hoy una
edad de oro intelectual a la altura del siglo de Pericles en Atenas, la pax
romana de Augusto y el Renacimiento en Italia”. Y en verdad, una serie de
escritores y científicos de renombre coincidirían en universidades hasta convertir
Escocia en un gran centro europeo del saber.
Desde que se conocen en 1749 hasta la muerte de Hume –éste vivía en
Edimburgo y Smith en Glasgow, es decir, en los extremos del país, una distancia
que aún fortaleció más su comunicación– transcurren veintisiete años de entrañable
amistad. Smith, en una carta que se facilita al final del libro, habla de su
amigo como de “una persona cuya erudición y virtud se acercaban tanto a la
perfección como tal vez permita la fragilidad humana”. Ya fuera alrededor de
una muy célebre disputa en la época entre Hume y Rousseau, o al respecto de sus
escritos y posicionamientos sociales respectivos, el apoyo mutuo y el deseo de
vivir cerca transformaría esta amistad en algo que, como se conoce y disfruta
de la mano de Rasmussen, respondería de modo perfecto a las palabras
ciceronianas: concordia, amor y buena voluntad.
Publicado
en La Razón, 15-III-2018