jueves, 22 de marzo de 2018

La amistad de los contrarios


«Sólo se aprende de aquel a quien se aprecia», le dijo una vez Goethe a Eckermann, pensando sin duda en Friedrich Schiller, un escritor al que apreció por encima de cualquier otro contemporáneo y del que en efecto tuvo mucho que aprender a pesar de que prácticamente fuera lo opuesto a él. «La amistad no es otra cosa que la suma concordia en todas las opiniones divinas y humanas, sostenidas con amor y buena voluntad», dijo Cicerón, y ambos autores serían un reflejo de semejante afirmación porque, partiendo de las grandes diferencias de pensamiento que les separaban, alcanzaron un nivel de complicidad y afecto inconmensurables. «Goethe y Schiller consideraron su amistad como una planta rara, maravillosa, como una suerte, como una dádiva», afirma el biógrafo Rüdiger Safranski.

Con un trasfondo sentimental parecido al que suscitó aquella amistad tan emblemática dentro de las letras germanas, podríamos decir que en tierras inglesas, también en el siglo XVIII, se desarrolló una relación fraterna extraordinaria por parte de dos colosos intelectuales. A ella se ha dedicado el profesor universitario Dennis C. Rasmussen en un gran libro, “El infiel y el profesor. David Hume y Adam Smith. La amistad que forjó el pensamiento moderno” (traducción de Àlex Guàrdia Berdiell), que es tanto una biografía de los dos hombres como del vínculo que los unió. De tal modo que si Goethe y Schiller tenían ideas contrapuestas en torno a la Revolución Francesa, la naturaleza, el arte e incluso los horarios de trabajo y hábitos cotidianos, también Hume y Smith en principio no podían ser más opuestos: “Hume era un filósofo especialmente interesado en cuestiones metafísicas y epistemológicas abstractas, mientras que Smith era un economista terco más preocupado por cuestiones prácticas; políticamente, Hume era un tory conservador, y Smith un whig liberal; y en cuanto a la religión, Hume era un escéptico –o incluso tal vez un ateo–, mientras que Smith era un fervoroso creyente”, explica el autor en el prefacio.

Sin embargo, el investigador irá demostrando que esos aspectos en principio tan distintos convivían con muchos asuntos de interés comunes. Hume era mucho más que el autor del “Tratado de la naturaleza humana”, pues también indagó en asuntos de orden práctico, además de interesarse también por la economía y la política; de hecho, afirma Rasmussen, “durante su vida, y durante muchas generaciones posteriores, Hume fue considerado más un historiador que un filósofo”, sobre todo a partir de su monumental “Historia de Inglaterra”. Por su parte, Smith ha pasado a ser universalmente conocido como el padre fundador del capitalismo y el autor de “La riqueza de las naciones”, pero hay que hacer notar que fue catedrático de Filosofía Moral, además de dar clases de Ética, Jurisprudencia y Retórica, y de escribir “ensayos sobre la formación de las lenguas y la historia de la astronomía, entre otras materias”.

Una Escocia dorada

De forma tan amena como rigurosa, “El infiel y el profesor” –se le llamó a Hume el Gran Infiel por su escepticismo religioso– irá desarrollándose a partir de esta “extraordinaria afinidad intelectual entre ambas figuras”; y todo en un marco histórico y geográfico que es tan interesante como el hecho de seguir las trayectorias de cada uno de ellos, esto es, la Escocia que, desde principios del siglo XVIII, pasa de ser un país mísero y lleno de plagas, con una población analfabeta, a convertirse en un lugar que “se considera hoy una edad de oro intelectual a la altura del siglo de Pericles en Atenas, la pax romana de Augusto y el Renacimiento en Italia”. Y en verdad, una serie de escritores y científicos de renombre coincidirían en universidades hasta convertir Escocia en un gran centro europeo del saber.

Desde que se conocen en 1749 hasta la muerte de Hume –éste vivía en Edimburgo y Smith en Glasgow, es decir, en los extremos del país, una distancia que aún fortaleció más su comunicación– transcurren veintisiete años de entrañable amistad. Smith, en una carta que se facilita al final del libro, habla de su amigo como de “una persona cuya erudición y virtud se acercaban tanto a la perfección como tal vez permita la fragilidad humana”. Ya fuera alrededor de una muy célebre disputa en la época entre Hume y Rousseau, o al respecto de sus escritos y posicionamientos sociales respectivos, el apoyo mutuo y el deseo de vivir cerca transformaría esta amistad en algo que, como se conoce y disfruta de la mano de Rasmussen, respondería de modo perfecto a las palabras ciceronianas: concordia, amor y buena voluntad.

Publicado en La Razón, 15-III-2018