El año pasado se publicaba un libro inédito en español de Emil Cioran, «Lágrimas y santos», escrito en rumano y publicado en 1937, el año que abandonaría su país para instalarse en París. Se trataba de un conjunto de textos nacidos en buena parte por su fascinación por la mística española, «un momento divino en la historia de la divinidad», decía, y era la primera vez que se ofrecía de forma íntegra y original. Ahora, surgen en la misma editorial y con el mismo traductor otras páginas de Cioran que yacían ocultas en los fondos de la Biblioteca Literaria Jacques-Doucet de París.
Christian Santacroce, en el prólogo, contextualiza la obra a finales de la Segunda Guerra Mundial y la califica como la «más sombría y descreída que el autor haya escrito nunca; uno de los últimos textos que redacta en rumano y con toda probabilidad el último que concibe en su propia lengua a manera de libro». Es el Cioran que malvive en Francia a expensas de una beca que le permite comer casi gratis en los comedores universitarios. El Cioran que, en efecto, cambia de lengua de escritura; al principio inseguro, al final haciéndolo de tal modo que los más insignes escritores de su tiempo destacaron su genio lingüístico.
Aquel que aconsejaba a los demás entender el acto suicida como un recurso aliviador, que fue considerado un Nietzsche contemporáneo, el nihilista del siglo XX y hasta el rey de los pesimistas, brilla en «Extravíos» con su profusión de rasgos meditativos que tanto le caracterizó. Es el que se atreve a decir que «lo que parece indudable es que la felicidad no es un estado positivo», que «la irrupción de la desgracia fortalece la resistencia del espíritu; acera el orgullo y agudiza los instintos». El Cioran sufriente, pero rabiosamente calmado, que ve en la felicidad una excusa para aspirar a la nostalgia del suicidio, que observa cómo en «tiempos de sosiego morimos de tedio; en los turbulentos, de terror».
Es el Cioran que está atrapado por las garras del «aburrimiento profundo, frío y falto de lirismo», el que piensa en que «lo cierto es que la vida no tiene ningún sentido; pero aún más cierto es que nosotros vivimos como si tuviera uno». Todo este arsenal de negatividad siempre es superado en Cioran por la potencia de su expresividad, por su estilo intenso y bello, preñado de una desesperación más excitante que deprimente. Entre frases que una y otra vez hacen referencia al gran tema de su obra, el «taedium vitae», el autor de «El ocaso del pensamiento» se interna en disquisiciones sobre el progreso y la civilización, el amor y, por supuesto, la muerte.
Publicado en La Razón, 10-V-2018