lunes, 7 de mayo de 2018

Excéntricos y exquisitos


Paralipómenos de «La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica». Así se presenta este voluminoso libro del fabuloso estudioso de la literatura y profesor universitario italiano Mario Praz; toda una personalidad exquisita que amó las artes y los libros hasta hacerse todo un coleccionista –uno de sus libros habla de sus pertenencias en su hogar-museo, un palacio romano– y en un especialista de la literatura europea, sobre todo en su vertiente romántica y decadentista. “Paralipómenos” es una palabra, hoy en completo desuso, que procede del griego, y el diccionario la describe como “suplemento o adición a algún escrito”. De tal forma que “El pacto con la serpiente”, traducido por el siempre impecable José Ramón Monreal, viene a complementar el libro citado al comienzo, que vio la luz en la editorial Acantilado en 1999.

Ese clásico de la historiografía moderna, que Praz publicó muy joven, en 1930, presentaba una incursión en ciertos temas del imaginario romántico muy asentada, casi se diría que en exceso, en largas citas de multitud de autores que acababa componiendo un “totum revolutum” algo abrumador. En comparación, “El pacto de la serpiente” contiene más y mejor la voz y la opinión de un Praz de años posteriores y maduros, con ensayos fechados desde los años treinta hasta los setenta. Como dice en el postfacio Giovanni Macchia, también crítico literario de gran prestigio y especialista en literatura francesa, amén de amigo y compañero de generación, este trabajo es «una integración de “La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica”, pero, “más aún que en el primer libro, emplea el método de la “exploración aproximada” y de la “revelación”. Es el sentido de lo inesperado que deriva de la lectura de un cuadro o de un libro si se lo contempla de cerca en un detalle o en un punto, y se establecen relaciones con otros textos».

De hecho, una observación pictórica nutre el espíritu del libro. En el prólogo, datado en 1971, Praz justifica la elección del título a partir de un cuadro de Hans Baldung Grien, un alumno de Durero conocido por sus composiciones macabras, como la imagen que se muestra en la portada. Ésta presentaría la tentación de Eva, que “simboliza la parábola de la sensibilidad acicateada por la imaginación, a la que desde el Romanticismo en adelante se le dio rienda suelta, agotando casi todas las posibilidades hasta esa muerte del arte de la que hoy se habla tan insistentemente”. Por eso, a lo largo de centenares de páginas, aparecen autores de imaginación encendida, cuando no atormentada o tocada por lo gótico, visionario o decadentista.

Cuestionar a Poe

Es un gusto leer y aprender de Praz, que supo muy bien filtrar su descomunal erudición y dar textos en que no parece dar nada por sentado. Así, en la primera parte, dedicada a “tres maestros del horror”, con el artista suizo Johann Heinrich Füssli, al inglés Matthew Gregory Lewis, autor de la novela “El monje”, y Edgar Allan Poe, Praz cuestiona la obra poética del autor bostoniano, a partir de una admiración exagerada por parte de los simbolistas franceses. Y es que “autores poco conocidos o desacreditados en su país gozan en el exterior de una fama que parece inexplicable”. Muchas veces, enfatizada por una biografía trágica que hace a estos autores –como también Oscar Wilde y Lord Byron– atractivos desde una mirada de conjunto, hasta convertirse en “actores que mueven a las multitudes”. Esa multitud es hoy todos aquellos que quieran asimismo dejarse tentar por esa serpiente que representa las partes oscuras de nuestra alma. 

A este respecto, los presentes paralipómenos son una ocasión maravillosa para conocer cómo fue interpretada la psique humana, mediante lo literario, de la mano de creadores como la familia Rossetti, John Ruskin y Walter Pater, J. A. Symonds, Vernon Lee, Swinburne, Walter de la Mare, D’Annunzio, Rodin y Proust. Excéntricos, les llama Praz. Entre ellos, un autor que ocupa toda una sección, “Museo dannunziano”, y al que el crítico dedicó gran cantidad de artículos y alguna selección antológica. En este caso concreto, pero igualmente en todos, la obra de un artista es hacerlo en su contexto espacial y temporal, de modo que leer sobre Gabrielle D’Annunzio es ver que “todo es lánguido, solitario, lejano, misterioso en la Roma de principios de siglo”; la misma ciudad que el escritor, militar y político recreó en sus novelas o crónicas mundanas, muchas veces con el trasfondo de una mujer misteriosa, adivinada tras el cristal de un coche al anochecer, en un ejemplo de romanticismo tardío, carnal, mortuorio y diablesco.

Publicado en La Razón, 3-V-2018