sábado, 30 de junio de 2018

13.000 millas en furgoneta


A mediados de los años cincuenta, en Estados Unidos aparecían dos obras paradigmáticas que en sí mismas constituirían la eclosión de un género literario de dimensiones infinitas, tanto como la geografía del país. Con “Lolita” (1955), Vladimir Nabokov novelaba trayectos en coche por la América profunda de moteles y carreteras interminables, como después tantos autores y cineastas explotarían hasta la saciedad. Aquello atraería la atención de una juventud que no iba a tardar en contemplar la aparición del movimiento jipi, el fenómeno del «nuevo periodismo» en el que la noticia se convertía en literatura y las manifestaciones antibélicas. Esa generación se identificaría con el protagonista de “En la carretera”, para quien la existencia se reducía a «un coche rápido, una larga carretera y una mujer al final del camino».

Ese viaje a ninguna parte y a todas por el que Jack Kerouac siempre será recordado, “On the road” (1957), nacería tras un trayecto que el escritor había hecho en 1949 junto a su mujer y un amigo en coche a lo largo de la carretera 66, la cual había sido concebida en los años veinte para unir las zonas rurales con las grandes ciudades. En “Las uvas de la ira” (1939), John Steinbeck la había llamado «Mother Road» por ser la ruta que utilizaban los que emigraban hacia California, en busca de nuevas oportunidades, tras la Gran Depresión desde el Este; pero fueron los admiradores de Kerouac los que la convertirían en un lugar de peregrinación asociado a la Beat Generation. La vida se limitaba a un constante nomadismo, como se desprende de un trayecto anterior: en 1947, Kerouac condujo –también hizo autostop y tomó autobuses– desde Nueva York hasta San Francisco y Los Ángeles, por la llamada Ruta del Noroeste. Su anhelo era conocer el país en carne propia, descubrir el Oeste y a la vez reencontrarse consigo mismo.

Las narraciones de viajes, novelescas o adscritas a la no ficción, por Norteamérica no han dejado de sucederse, de modo que no extraña en absoluto que el autor de esta novedad que sorprendió por su audacia en los años ochenta, “Carreteras azules. Un viaje por Estados Unidos” (traducción de Gemma Deza Guil), diga que en su biblioteca tiene más de mil doscientos libros relacionados con viajar por tierras estadounidenses. En su caso, William Least Heat-Moon eligió vías muy concretas, aquellas que en los viejos mapas se indicaban con colores azules, las carreteras secundarias, en contraste con las principales, mostradas con color rojo. El propósito consistió en recorrer el país entero de esta manera, en sentido circular, lo que a sus ojos confería sentido a la aventura, y hacerlo en furgoneta.

Sangre nómada

Se diría que Heat-Moon no tenía nada que perder, nada que hacer después de haberse divorciado, de perder su puesto como profesor de inglés, de tener la cuenta corriente casi en números rojos. Así que preparó todo para conducir y observar y dar cuenta de los pueblos que descubría y las gentes que vivían por doquier y con las que al instante trababa conversación. “Carreteras azules” acaba siendo, pues, un crisol del carácter americano, una radiografía de mil realidades que divide en diez secciones: Este, Estesudeste, Sudsudeste… No en vano, está en la sangre del americano el hecho de “salir en busca de otro lugar cuando el propio se hace intolerable o incluso simplemente cuando el lado del más allá presenta un atractivo que no somos capaces de resistir”; y es que, como bien dice, “todos los estadounidenses proceden o descienden de personas llegadas de otros rincones del planeta”.

La esperanza de Heat-Moon acerca de que el viaje produjera tiempos mejores para él se hizo realidad. Con gran valentía ambicionó adentrarse en una senda imprevisible, sin estar seguro de que las gentes rurales le recibieran con agrado y hablaran con él de la vida, la naturaleza, los sentimientos, el trabajo, lo cual queda reflejado página tras página a través de un sinfín de anécdotas que mezclan historias interesantes con pasajes monótonos o insustanciales; muchas veces, con el esquema siguiente: entrar en la cafetería a la hora del desayuno o en la taberna a media tarde, lo cual define “el tono y la voz de una pequeña población”, ya que “gran parte de lo que las personas hacen, creen y comparten resulta evidente en esos momentos”. El escritor estaría lidiando con el manuscrito durante varios años, hasta que tras diversos rechazos fue aceptado y publicado, aupándose en la lista de superventas a lo largo de todo el año 1983. Todo lo cual facilitaría a Heat-Moon abandonar el precario empleo que ocupaba en un muelle de carga y dedicarse a seguir escribiendo. A “Carreteras azules” le seguirían, entre otros, otro viaje que, de nuevo, recorría el país entero, pero en barco, en una peripecia de cuatro meses por las vías fluviales desde el Atlántico hasta el Pacífico.

Publicado en La Razón, 28-VI-2018