A mediados de los años cincuenta, en Estados Unidos aparecían dos obras
paradigmáticas que en sí mismas constituirían la eclosión de un género
literario de dimensiones infinitas, tanto como la geografía del país. Con “Lolita” (1955), Vladimir Nabokov
novelaba trayectos en coche por la América profunda de moteles y carreteras
interminables, como después tantos autores y cineastas explotarían hasta la
saciedad. Aquello atraería la atención de una juventud que no iba a tardar en
contemplar la aparición del movimiento jipi, el fenómeno del «nuevo periodismo»
en el que la noticia se convertía en literatura y las manifestaciones
antibélicas. Esa generación se identificaría con el protagonista de “En la carretera”, para quien la
existencia se reducía a «un coche rápido, una larga carretera y una mujer al
final del camino».
Ese viaje a ninguna
parte y a todas por el que Jack Kerouac siempre será recordado, “On the road” (1957), nacería tras un
trayecto que el escritor había hecho en 1949 junto a su mujer y un amigo en
coche a lo largo de la carretera 66, la cual había sido concebida en los años
veinte para unir las zonas rurales con las grandes ciudades. En “Las uvas de la ira” (1939), John
Steinbeck la había llamado «Mother Road» por ser la ruta que utilizaban los que
emigraban hacia California, en busca de nuevas oportunidades, tras la Gran Depresión
desde el Este; pero fueron los admiradores de Kerouac los que la convertirían
en un lugar de peregrinación asociado a la Beat Generation. La vida se limitaba
a un constante nomadismo, como se desprende de un trayecto anterior: en 1947,
Kerouac condujo –también hizo autostop y tomó autobuses– desde Nueva York hasta
San Francisco y Los Ángeles, por la llamada Ruta del Noroeste. Su anhelo era
conocer el país en carne propia, descubrir el Oeste y a la vez reencontrarse
consigo mismo.
Las narraciones de viajes,
novelescas o adscritas a la no ficción, por Norteamérica no han dejado de
sucederse, de modo que no extraña en absoluto que el autor de esta novedad que
sorprendió por su audacia en los años ochenta, “Carreteras azules. Un viaje por
Estados Unidos” (traducción de Gemma Deza Guil), diga que en su biblioteca
tiene más de mil doscientos libros relacionados con viajar por tierras
estadounidenses. En su caso, William Least Heat-Moon eligió vías muy concretas,
aquellas que en los viejos mapas se indicaban con colores azules, las
carreteras secundarias, en contraste con las principales, mostradas con color
rojo. El propósito consistió en recorrer el país entero de esta manera, en
sentido circular, lo que a sus ojos confería sentido a la aventura, y hacerlo
en furgoneta.
Sangre nómada
Se diría que Heat-Moon no tenía
nada que perder, nada que hacer después de haberse divorciado, de perder su
puesto como profesor de inglés, de tener la cuenta corriente casi en números
rojos. Así que preparó todo para conducir y observar y dar cuenta de los
pueblos que descubría y las gentes que vivían por doquier y con las que al
instante trababa conversación. “Carreteras azules” acaba siendo, pues, un
crisol del carácter americano, una radiografía de mil realidades que divide en
diez secciones: Este, Estesudeste, Sudsudeste… No en vano, está en la sangre
del americano el hecho de “salir en busca de otro lugar cuando el propio se
hace intolerable o incluso simplemente cuando el lado del más allá presenta un
atractivo que no somos capaces de resistir”; y es que, como bien dice, “todos
los estadounidenses proceden o descienden de personas llegadas de otros
rincones del planeta”.
La esperanza de Heat-Moon acerca
de que el viaje produjera tiempos mejores para él se hizo realidad. Con gran
valentía ambicionó adentrarse en una senda imprevisible, sin estar seguro de
que las gentes rurales le recibieran con agrado y hablaran con él de la vida,
la naturaleza, los sentimientos, el trabajo, lo cual queda reflejado página
tras página a través de un sinfín de anécdotas que mezclan historias
interesantes con pasajes monótonos o insustanciales; muchas veces, con el
esquema siguiente: entrar en la cafetería a la hora del desayuno o en la
taberna a media tarde, lo cual define “el tono y la voz de una pequeña
población”, ya que “gran parte de lo que las personas hacen, creen y comparten
resulta evidente en esos momentos”. El escritor estaría lidiando con el
manuscrito durante varios años, hasta que tras diversos rechazos fue aceptado y
publicado, aupándose en la lista de superventas a lo largo de todo el año 1983.
Todo lo cual facilitaría a Heat-Moon abandonar el precario empleo que ocupaba
en un muelle de carga y dedicarse a seguir escribiendo. A “Carreteras azules”
le seguirían, entre otros, otro viaje que, de nuevo, recorría el país entero,
pero en barco, en una peripecia de cuatro meses por las vías fluviales desde el
Atlántico hasta el Pacífico.
Publicado en La Razón, 28-VI-2018