Una cita del poeta Alexandr Blok,
que sirve de epígrafe para esta novela de Serguéi Dovlátov, “Incluso así, Rusia
mía, eres mi tierra más querida”, refleja bien a las claras la relación de
amor-odio del autor hacia un país que le puso las cosas tan difíciles que hubo
de exiliarse. “La maleta” (traducción de Justo E. Vasco) empieza realmente bien,
en una evocación del Departamento de Visas y Registro, el organismo policial
encargado de los tramites de salida al extranjero de los ciudadanos soviéticos,
cuando el escritor hacía los trámites para irse de tierras rusas. Es un
delirante mediante el cual el autor borra todo rastro de dramatismo en torno a
la obligatoriedad de sólo poder llevarse un equipaje mínimo una vez cruce la
frontera.
La maleta que lo acompañaría en su
salida y que contenía algo de ropa y poco más sirve de presencia continua,
simbólica, sobre la pobreza y esperpento comunista que se vivió en la URSS;
Dovlátov escribió este libro después de llevar viviendo en Estados Unidos diez
años, y en él irá rememorando episodios de su vida, desde sus andanzas cuando
era estudiante en la Universidad de Leningrado, tenía una novia que estaba en
contacto con gentes cultas y sofisticadas y había de subsistir por medio de
todo tipo de peripecias que acababan en diversos trapicheos que jamás eran como
se preveía. Así, la alocada historia de cómo robó los botines al alcalde, o su
situación en casa, pues su mujer le reprocha que es tan perezoso que ni
siquiera se molesta en abandonarla, se cuentan con gracia y desparpajo en una
prosa que probablemente para ciertos lectores sea un mero cúmulo de anécdotas
biógrafas.
Fondo autobiográfico
Lo que pasa es que tales anécdotas
retratan muy bien una época, como la de los años sesenta, cuando Dovlátov
trabajaba en la redacción de un periódico, o como cuando se despertó borracho
en un hospital, siendo miembro del ejército soviético después de una etapa como
boxeador profesional. Toda esta andadura tan particular tiene etapas tan
decisivas para su escritura como la experiencia de ser
guardián de un campo de prisioneros en Komi, su traslado, en los años setenta, a
Estonia, donde intenta convertirse en escritor, aunque el KGB le confisque
algunas de sus obras, o su trabajo como guía turístico en el museo Pushkin.
Todas estas experiencias le inspirarán cada uno de sus libros, siempre con
trasfondo autobiográfico, y su perseverancia hará que éstos lleguen a Estados
Unidos microfilmados y transportados por algunos amigos. Allí, gracias a su
viejo amigo Joseph Brodsky, colaborará con “The New Yorker” y llegará a ser redactor jefe del periódico ruso “The New American”, y por fin se hará un nombre como
narrador mientras en su tierra se le ninguneaba.
Publicado en La Razón, 18-X-2018